EL RINCÓN
Hermano Jaime
LAS PERSONAS que mejor conocen el contenido de mi corazón, quizá porque residen en él, me llaman para darme el pésame. Jaime Campmany, que decía que sólo aspiraba a que sus amigos escribieran correctamente su apellido, era todo lo que se puede ser en periodismo: director de diarios y agencias, creador de revistas, corresponsal en Roma, articulista señero... sin embargo, para mí fue algo más importante que todo eso: fue mi hermano mayor. Mayor en todo, incluso en lo que ya va siendo difícil que me supere alguien de la cofradía de la columna: me llevaba un par de años y algunos miles de artículos. Era Jaime un hombre de suerte y lo sabía. En los viejos tiempos, cuando se sorteaba un Seat 600 en un periódico, nos anticipaba: «no os molestéis, me va a tocar a mí», y así era. Anduvimos juntos muchos caminos, pero él se adelantaba siempre: en el Cavia, por ejemplo. A veces yo le regañaba por darle al naipe y él me regañaba a mí por darle al frasco. Se me agolpan y entrecruzan los recuerdos, las sobremesas y las madrugadas. No se puede escribir una buena necrológica cuando el muerto te importa tanto, entre otras cosas porque se ven turbias las letras con las lágrimas. Sí, Jaime. Siempre tuviste suerte, pero nada en comparación con la que tuvimos contigo tus amigos. Nos conocimos hace medio siglo -cincuenta y dos años, para ser exactos, que no hay por qué- y puedo atestiguarlo. No has tenido una mala muerte. Te la cambio sin ver. Para mí la quisiera. Sin rodar por hospitales con tubos en las narices, que no te gustaba que te las tocara nadie. Un poco pronto quizá y estando en plena forma, pero esa es la única forma de darle un plantón a la decrepitud, esa afrenta. También en eso me has adelantado. Los viejos no queremos vivir mucho, pero queremos estar vivos el día siguiente. Me acuerdo, no sé por qué, bueno sí lo sé, de Salvador Jiménez. Cuando pueda hablar llamaré a Concha.