Diario de León
Publicado por
ERMESTO S. POMBO
León

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PODEMOS pasarnos horas y horas discutiendo sobre quién ganó las autonómicas del domingo. Sobre quién fue el ganador moral y quién el real. Pero zanjaremos la discusión en cuestión de segundos si hablamos de quien hizo un trabajo defectuoso. No hay duda, las empresas demoscópicas. Los responsables de los sondeos electorales han sido los únicos grandes perdedores de esta consulta. Porque muy deficiente es el trabajo de quienes se pasan semanas diciéndonos que don Manuel está a kilómetros de la mayoría absoluta y, al final, resulta que los kilómetros no son tales sino centímetros. Ni pueden llevar a televisiones, radios y digitales a seguir en el mismo error, con los sondeos hechos a pie de urna, y que después los 32 se conviertan en 37 y los 17 se queden en 13. Por poner un ejemplo. Y defectuoso es el trabajo de quienes son incapaces de detectar que nuestro futuro lo van a decidir un par de señoriñas, amigas y residentes en Barquisimeto. Cuando en las campañas electorales los líderes se ven contra las cuerdas por los sondeos, apelan siempre a que las encuestas se equivocan. Con razón. Sobre todo en Galicia, deberán de añadir a partir de ahora. Las encuestas se equivocan en Galicia porque son incapaces de entender lo que el votante de esta tierra les quiere decir: Que va a votar a quien mejor le parezca pero que a él le va a decir exactamente lo contrario. O lo que es lo mismo. Que el voto que va a dejar en la urna no tiene nada que ver con el que se va a decir que dejó. Y que además, se va a quedar tan ufano. ¿Mentimos los gallegos cuando nos preguntan a quién vamos a votar? ¿Decimos la verdad cuando ya hemos votado? Naturalmente. Lo contrario sería de una mezquindad despreciable. Sería como avergonzamos de nuestro voto. Pero no. Lo que hay es que entendernos. Por aquello que ya dijo alguien: Entre las mejores cosechas de Galicia está la del humor. NEPTUNO lleva un brazalete negro y hay nereidas enlutadas. Alguien ha contado, muy por encima, los esqueletos que hay en el fondo del mar. Todos son recientes, del 2001 para acá. No se contabilizan antiguos naufragios, ni remotas guerras bucaneras. Los ahogados eran inmigrantes que venían a España dispuestos a trabajar mucho para comer algo. Se estima, con muy escasa precisión, que son setenta y cuatro. Hay subsaharianos a los que tiraron por la borda los patronos de la patera, marroquíes que se arrojaron al mar al ver las embarcaciones del Servicio de Vigilancia Aduanera y asiáticos que trataban de evitar a la Guardia Civil, pero ya digo que el número debe de ser mucho mayor. Ayer no más murieron once en aguas del sur de la isla de Gran Canaria. Ahora que las playas españolas están llenas de bañistas y de sombrillas de colores y de niños que se empeñan en demostrar que el mar puede caber en su cubo de plástico, quizá convenga recordar que un poco más allá, entre el horizonte y el resbalaje, hay un cementerio marino. Una gran fosa común de la pobreza, donde los difuntos sin nombre reposan al sur de las quillas. Las olas, que son como lápidas desleídas, son las únicas que saben cómo se llamaban, pero el mar, además de ser el espejo del presunto creador del mundo, tiene algo demoníaco. Lucifer de lo azul, cielo caído por querer ser la luz, dijo García Lorca. Parece que los bañistas y los que nos pasamos las horas muertas y las horas convalecientes mirándolo desde nuestra terraza hemos olvidado que es capaz de todo. No le importa que le enviemos desde tierra adentro estas remesas de jóvenes náufragos. La verdad es que a nosotros tampoco parece que nos preocupe mucho. Ahora que se organizan tantas manifestaciones y se gasta tanto en tela marinera para pancartas, jamás hemos convocado una para protestar porque tantas vidas vayan al mar, que es el morir.

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