Fuera de casa

SI LE HICIÉRAMOS caso a las estadísticas, aparte de que se nos pondría la cabeza como un bombo de la lotería nacional, podríamos llegar a raras conclusiones. Entre otras que los ciudadanos españoles estamos convencidos de que se está mejor en cualquier otra parte que en casa de uno. Si tenemos en cuenta que el tétrico problema del desempleo ha alcanzado en España al treinta y tres por ciento de personas en edad de trabajar, podemos preguntarnos por qué no se quedan en sus casas. ¿Acaso están buscando trabajo? Ahora que se habla tanto de movilidad laboral, quizá no sea superfluo estudiar la movilidad de los parados. La verdad es que no se están quietos. También sería conveniente investigar si la disminución de personas hogareñas guarda alguna relación con la carestía de los hogares. Pasarse la vida en la calle puede ser duro, pero quizá no tanto como pasársela en la casa, sobre todo si se calzan unas zapatillas a cuadros. Para mi desgracia, siempre me han afligido dos cosas: no querer salir cuando estoy dentro y no querer entrar cuando estoy fuera. Una doble desdicha que se une a otra que padezco desde que tengo un mediano uso de razón: la de no desear meterme en la cama por las noches y no querer abandonarla por las mañanas. Me resisto a coger el sueño y también a soltarlo. Por lo tanto no soy el tipo más indicado para comprender los gustos de la mayoría de los españoles, que al parecer son los europeos que más trabajan fuera de sus hogares y dan menos golpe cuando están en ellos. Groucho Marx decía que hay muchos hombres que al final de su jornada laboral volverían ansiosos a sus casas si no supieran que hay una mujer esperándoles, pero no sé si eso explica por completo las actuales costumbres. El gran escritor y científico francés Blas Pascal se murió totalmente persuadido de que todos los males del hombre provienen de no saber quedarse en su habitación. Murió muy joven. Antes de los cuanrenta. No sé si él también llegó a comprarse unas zapatillas a cuadros.