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Publicado por
JULIÁN ÁLVAREZ GONZÁLEZ
León

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ENTENDEMOS por ética pública el estudio de las normas morales que deben de regir las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos, así como el comportamiento de los administradores públicos. La ética, pues ,requiere deliberación, opción por un objetivo en vez de otro, elección de los medios adecuados y justificación de las acciones que se emprenden. La moral se extiende y alcanza su total realización en la política y la política a su vez hunde sus raíces en la ética. Lo que se fundamenta moralmente se realiza políticamente y lo que se realiza políticamente encuentra su último fundamento en la moral. Nada tiene pues de extraño que Aristóteles escribiera primero la ética y después la política y como refiere en su ética Nicomáquea :«Investigamos no para saber qué es la virtud, sino para ser buenos». La preocupación ética está presente en todos los temas de actualidad de la vida política. Abogar por la imprescindible regeneración democrática y de la vida pública es posible, además de ser una obligación moral. Nos encontramos en un punto de no retorno, no puede haber vuelta atrás y esto supondrá poner fecha de caducidad a una parte importante de la clase política y empezar de cero. Esta preocupación ética se manifiesta y evidencia en que el diagnóstico del presente y la reflexión del futuro de nuestro país son inseparables de cuestionamientos de índole moral. No se trataría sólamente de la lógica reacción de la ciudadanía indignada ante la corrupción generalizada de ciertos gobernantes en las diferentes administraciones y organismos públicos, ni de las protestas contra una administración de justicia incapaz de dar soluciones satisfactorias a los diversos delitos, tampoco se trata de apelar a los principios morales para resolver los conflictos entre la legalidad formal y la justicia sustancial. En el actual momento la preocupación por establecer respuestas éticas es una realidad, dado el gran vacío que se da en la filosofía política en que descansa la convivencia ciudadana y por ello se hace necesario la búsqueda de criterios válidos para interpretar nuestra vida pública y regular sus transformaciones. España, se define como un estado democrático de derecho, moderado y tolerante. Bien es verdad, que la democracia a pesar de las deficiencias e insuficiencias en su funcionamiento, es el sistema de gobierno menos malo y más ético de los existentes, pero que es preciso perfeccionarlo mediante la corrección de sus defectos, a fin de lograr el mayor nivel de bienestar global posible, mediante la salvaguarda de los derechos de todos los individuos. Para ello, se requiere la introducción de mecanismos de control ciudadano directo de la actividad administrativa y judicial así como la participación ciudadana directa en los poderes públicos y la plena responsabilización personal de sus empleados. Los medios de comunicación social comentan las vicisitudes cotidianas que van modificando las relaciones de los gobiernos con los partidos políticos o del sistema político con la sociedad civil, todo ello digamos que es anecdótico, lo que se va a caracterizar en el futuro será en el fondo un cambio de naturaleza moral, una nueva manera de comprender y de organizar el contexto social, poniendo fin a los comportamientos discrecionales del poder o inaugurando la vigencia de normas comúnmente aceptadas y socialmente exigibles. Más que reforma del Estado, lo que se busca y se desea es un cambio en las reglas éticas de la vida pública y en la justificación de la toma de decisiones relacionadas con el bien común, puesto que: «el Estado es la realidad de la idea moral» (Hegel). Lo que buscamos es una nueva idea del bien colectivo, una definición del bien global del que se desprenden los bienes particulares, que reciben consensos suficientes para fundamentar los comportamientos de los gobernantes y gobernados y dar legitimidad moral al modelo de desarrollo. El resultado hoy por hoy es desolador, carente de propuestas éticas. La ciudadanía no encuentra respuestas a preguntas fundamentales de índole moral como las siguientes: ¿Qué criterios se establecen para el acceso a los puestos públicos? ¿En función de qué se distribuyen los beneficios del desarrollo y las riquezas? ¿Qué criterios se establecen para regular los poderes fácticos? ¿Qué medidas se toman para evitar que por medio de las ingenierías financieras se produzca el blanqueo de capitales y el fraude fiscal? ¿Cuáles son las causas de que no exista un modelo fiscal y financiero equitativo y un modelo social basado en la justicia distributiva? ¿Cómo se limita el poder político y a quién y cómo dan cuenta de su desempeño los empleados públicos? ¿Cómo se garantiza que las acciones del poder judicial sean justas e independientes? ¿Qué salvaguardas protegen el derecho a la información y cómo impedir que los medios de comunicación manipulen a la opinión pública? Y las preguntas pueden continuarse hacia cada espacio de la vida pública: el electoral, el educativo, el laboral, la protección del medio ambiente, los servicios sociales y sanitarios, etcétera. En todo ello se echa de menos una idea compartida de bien público que obligue a la sociedad a corresponsabilizarse y a comprometerse con el logro de ese bien. Construir una nueva ética pública no será tarea fácil ni rápida. Subsisten y subsistirán en nuestro país culturas éticas muy diversas: la de las diferentes religiones, la de los libres pensadores, la del agnosticismo ilustrado, la de laicismo militante, la de la modernidad científica, la del deontologismo, la del pragmatismo utilitarista, etcétera, cada una tiene su propia definición de bien público y muchas de ellas, alimentan totalitarismos, intolerancias e incomprensiones. ¿Cómo construir una Ética Pública a partir de éticas privadas tan diferentes? ¿Cómo construirla además con un sistema político y un modelo económico mal definidos y carentes de sentido ético? La tarea corresponde a los diferentes gobiernos a quienes compete definir, sobre todo con sus comportamientos, las reglas de juego de una auténtica democracia, a los partidos políticos que deben de reelaborar los componentes éticos de sus programas, encarnándolos en la realidad del país, a las diferentes religiones y sus líderes, a las organizaciones empresariales y sindicales, a los investigadores especialistas en filosofía política y psicología comunitaria de quienes se espera críticas, fundamentación y sistematización de este esfuerzo colectivo. Todos deberán converger en un debate abierto del que vayan brotando los planteamientos de la nueva ética política que necesitamos, pues la moral es algo vital, nos van en ella el vivir mejor o peor e incluso la propia existencia como especie y la del propio planeta en el que habitamos. Conclusión: la disonancia entre ética y política pasa por la educación de todos los individuos en los principios morales, la incorporación de normas específicas en el ordenamiento jurídico y la elevación de las normas éticas a la categoría de norma legal suprema, pues como hemos señalado no son suficientes las éticas individuales y hacen falta pautas legales, normas y códigos de conductas promulgadas por las diferentes organizaciones e incluirlas en ciclos formativos.

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