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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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HAY RAZONES para que muchos de sus eventuales habitantes deseen abandonar «el destartalado mesón que es el mundo», que decía Omar Kayyán. («Parad el mundo: quiero apearme», se lee en las paredes de las catedrales, junto a esa otra consigna volteriana de «Si Dios existe ese es su problema»). Hemos hecho de este lugar un sitio incómodo y sus huéspedes quieren evadirse. 200 millones intentan la fuga mediante el consumo de drogas, otros hacen cruceros en grandes barcos que no son suyos y un reducido número intenta volar más alto, sobre el techo de las águilas, por encima del aguacero. Son los multimillonarios, casi todos norteamericanos. Dicen que el espacio ha dejado de ser monopolio de las agencias gubernamentales para caer en manos de eso que llamamos iniciativa privada. Ya hay gente que aspira a tener un cohete utilitario. «Aquí es donde está la acción y no en la Nasa», es su lema. El caso es alejarse de este planeta poblado por la cólera y la venganza, pero eso sólo puede conseguirse con dinero. Con mucho dinero. O se es multimillonario en dólares o se es místico. De ninguna otra manera se puede volar tan alto, tan alto como para darle a la caza alcance. Anda por ahí un tipo que consultó libros y más libros hasta enterarse de cómo funcionaba un turbopropulsor, después conoció a Bill Gates y luego fundó Microsoft. Algún día se le considerará el gran precursor de los cohetes individuales, que serán sin duda un buen negocio. Este señor, llamado Allen, ha hecho cuentas y sabe que entre los terrícolas abundan los aventureros. Está convencido de que hay mucha gente que pagaría por la experiencia de rondar las constelaciones. Sólo los que sean muy ricos podrán subir al cielo antes de tiempo, pero no para quedarse, sino para darse una vuelta y volver. En el fondo es lo mismo que hacen los excursionistas que los fines de semana visitan el pantano más próximo. A ver si tiene más agua que el sábado anterior.