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León

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ACABO DE regresar de Madrid, donde hace un calor de novela negra. Uno de esos calores que incitan  al crimen pasional, y que me perdone mi señora, que esto no va con ella. En verano, el fardo de la canícula me hace sentir nostalgia del frío.  Mi noción de una pesadilla es estar tumbado en una toalla playera, obligado a escuchar canciones de Georgie Dann que  irrumpen desde un transistor, sin posibilidad de huida, ni siquiera de taparme los oídos.  Pero aún puede ser peor: que al lado tenga un hincha del Barça. O un sabio con las soluciones políticas que nadie más que él conoce. Y no es que uno sea un existencialista vocacional, que también  prefiero el jolgorio al faenar, pero es que las bajas temperaturas pesan sobre mí como una cota de malla. Lo confieso: a estas alturas de julio,  empiezo ya a añorar la rasca local, no diré que la bufandina y el abriguín. mucho menos el paraguas, pero si  nuestra condición de leones de nieve, en esta hermosa ciudad abarcable, que no tiene mar, ni falta que le hace, no vaya alguien a incluirlo en su programa electoral. Pero está bien, si hay que sudar, se suda... no vaya a cambiar el tiempo y se me echen encima los del sector de hostelería o, lo que sería peor, el gremio de vendedores de helados.  Es hermoso que las estaciones se sucedan, como tras el hola viene un adiós. Así es el ciclo sagrado del eterno retorno. Si no hay más remedio, aceptemos sudores y languideces, este achicharramiento.  Aunque sin ánimo de ser aguafiestas... confieso que prefiero ver leones en la nieve. Pero si hay que sudar...se suda.

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