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TRIBUNA

El libro como alternativa a la audiovisualización

Publicado por
ANTONIO CABRERA GARCÍA
León

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ESTAMOS ya metidos en las vacaciones que nos liberan de nuestro trabajo cotidiano y nos abren un gran espacio que llamamos tiempo libre. El tiempo libre es, o debería ser, un «tiempo de redención», una pausa en que el hombre adquiere conciencia de que mediante un empleo racional y libre de sus talentos, puede salir de cualquier tipo de condicionamientos; el tiempo libre no es distinto al de la vida, sino un espacio protegido para que esta se manifieste y se piense desinteresadamente, por sí misma. Una alternativa a la que la persona tiene acceso para encontrarse a sí mismo en el tiempo libre -y no única sino complementaria con otras muchas- es «el libro». Prescindimos de los libros funcionales o libros herramienta, y centramos esta reflexión en los textos literarios, cuya lectura debe ser fundamentalmente un fin en sí misma. Los medios de comunicación social desbordan las posibilidades del libro, porque en la cultura de esta era electrónica ponen en juego todos los sentidos del hombre combinando palabra, imagen y sonido, en tanto que un libro sólo compromete la vista. Pero el libro supone una relación más directa, más pura, en la que el lector siempre conserva su capacidad de acción. El mensaje de los medios de masas es más rápido, más fugaz y, por ello, comúnmente menos profundo, puesto que el ritmo lo marca el medio y el hombre escucha, ve, siente, según su capacidad instantánea. El libro, sin embargo, puede releerse cuantas veces se quiera, pues es el lector quien toma la iniciativa. No es necesario insistir en la facilidad de la T.V. y el cine comercial, la canción discotequera, para crear mitos, modelos de temporada que actúan como reclamo y encandilan por su magnífica hojarasca extrema (poder, dinero, éxito, destreza), sustituyéndolos a medida que cumplieron función en la masa. Estos subproductos culturales que ofrece la sociedad del lucro a través de los medios de comunicación facilitan un proceso de integración cultural en el que los valores y los ideales aparecen cada día menos claros. No es difícil que el emperezamiento se apodere del joven, del hombre moderno, acostumbrados a la pasividad y facilonería de sentarse ante... mientras que la lectura reposada de un libro requiere un determinado estado de ánimo para el que no concuerda el ritmo trepidante de la vida actual. Ante el lenguaje de la confusión, es urgente recuperar la palabra. La propaganda y la literatura fácil constituyen un conglomerado de palabrería y son, como apunta Marciano Vidal, un factor de desmoralización del hombre, pues le tiranizan, haciéndole perder «su derecho a pensar, a decidirse y a proyectar su propia vida». Es necesario orientar al joven para que elija con acierto los autores especialmente capacitados para buscar un sentido a la existencia humana; aquellos que sean los intérpretes privilegiados de la realidad del mundo y del tiempo presente, y en cuyos textos, formando una unidad indisoluble, los valores de la originalidad y el arte estén incorporados. La lectura consciente y trabajada es una tabla de salvación a la que asirse en una sociedad racionalista y tecnificada, donde la estandarización y el lugar común restan nitidez a la vida personal e irrenunciable que toda persona posee. Más valioso que el racionalismo es la intuición. Las cosas, la realidad, se nos revelan como algo vivo, y no sólo es la cabeza que lo comprende así, sino todo el ser que experimenta y siente. La auténtica capacidad de sorpresa, de gozo, la encuentra el hombre en la contemplación. Las mayores posibilidades de liberación, se encuentran en uno mismo, una vez que, a través de caminos diversos, se ha sabido llegar. Kafka dejó dicho que «un libro tiene que ser hacha para el mar helado que llevamos dentro». El lector se asoma a dimensiones nuevas, antes desconocidas, no ordenadas en la nebulosa de su interior, y recoge esas opciones y vivencias que el escritor le ofrece tratándolas de encajar en su experiencia de lo real. La realidad se desvela en todo su alcance y rotundidad por medio de la imaginación, que no es sino, la realidad recreada por un hombre a través del milagro de las palabras. Vivir sobre la superficie de las cosas es siempre pobreza de imaginación, que conlleva pobreza de ser, de aspiraciones, de sentido trascendente. Por eso, en un mundo con vetas de irracionalidad, en una sociedad que engaña al hombre haciéndole soñar con espejismos, presentándole como definitivo y esencial lo que es sólo apariencia, se requiere una gran dosis de imaginación para no resignarse con simples explicaciones y buscar más allá. Sólo la imaginación puede abarcar la realidad como un todo, porque compromete a toda la persona. Y en una cultura eminentemente verbalista, donde la palabra, los signos, tienen una finalidad práctica, fárrago utilitarista; el libro está en magnífica disposición para preparar la imaginación a favor de la riqueza del alma humana y el sentido plural de la vida. Junto a la oferta imaginativa, reside en la obra literaria la oferta crítica. Para Julián Marías: «la literatura ha sido el gran instrumento de interpretación de las formas de vida humana, y por tanto, la base de la inteligibilidad de la Historia». La literatura de todos los tiempos descubre al lector que nada empieza o termina donde parece que empieza o termina, como siempre ha creído ver o se le ha querido hacer ver. Esta llamada a la reflexión en el siglo de la velocidad y el imperio de los sentidos es una llamada al personalismo frente al gregarismo. Es aquí donde la literatura manifiesta su función social, superando todo utilitarismo sectario como pretenden determinadas ideologías, porque si nunca los libros transformarán la sociedad directamente, guardan en sí el germen para convertir a las personas, lugar ideal para que los cambios se produzcan. En el tinglado de la sociedad cosificada, donde el hombre tiene por objeto apoderarse de las cosas y no desentrañarlas, desenmascararlas, cayendo con frecuencia en su trampa, la función de la literatura es inquietar, y no satisfacer; plantear interrogantes para que el hombre se atreva a resolverlos, dudas sobre lo establecido que le hagan ir más lejos, ahondar, poner en solfa las tantas veces fáciles seguridades aceptadas con la rutina de los días y al calor de la masa. La aventura de leer debe convertirse en ejercicio de libertad que estimule al encuentro consigo mismo, por encima de todo conformismo social y de todo dogma. Es necesario tener en cuenta que el libro transmite un mensaje que, al estar potenciado con el uso significativo de un lenguaje artístico, se proyecta de forma imprevisible y su alcance es infinitamente superior a los mensajes transmitidos por la lengua común. El lenguaje literario no es un lujo, sino un instrumento del que puede valerse el espíritu humano para insertarse en la realidad, comprendiéndola y explicándola. En los libros están expresadas numerosas manifestaciones de vida, deseos, sentimientos, hallazgos, que serían irreversibles de otro modo, y el hombre cae en la cuenta de que existen una vez que los vez materializados en el texto. Pedro Laín Entralgo, lector incansable y sabio de lo humano, habla con regocijo de «los libros en que por perfección y no por diversión buscamos la belleza que enriquezca nuestro ánimo mostrándonos, siquiera sea parcial y reflectariamente, el gozoso brillo de la plenitud del ser».