TRIBUNA
A vueltas con las civilizaciones
CULTURA y civilización son dos conceptos que frecuentemente se entremezclan y confunden, pero que en realidad son distintos, pues mientras que el término «cultura», más genérico, abarca en el hombre toda aquella herencia, que no forma parte integrante de su ser biológico, pero que ya le acompañan aún antes de comenzar, lo que ya llamamos la historia, como son las herramientas, armas, creencias, diversiones, arte, etcétera, es lo que entendemos por «civilización» en esa más perfecta y auténtica organización de la sociedad civil, dotada de unos mecanismos y normas, que la capacitan, no sólo para gobernarse sino para generar culturas superiores, que las convierten también en «civilizaciones». El primero en defender este sentido de la cultura fue Tylor ya en el año 1871 en una obra, que tituló «Cultura primitiva», siendo aceptado tanto por la Unesco como por el Concilio Vaticano II. Teniendo en cuenta que me encuentro redactando estas líneas el día 11 de julio, fiesta de San Benito, patrono principal de Europa y dado que algunas de sus viejas instituciones son desconocidas, olvidadas, minusvaloradas o dilapidadas, es por lo que quiero hoy romper una lanza por ellas, puesto que forman parte de la llamada civilización occidental, en la que ya la friolera de dos mil años se encarnó e integró el mensaje cristiano dentro del contexto de una civilización heredada del Imperio Romano, entremezclándose influencias de una espiritualidad judía, filosofía griega y derecho romano: por otra parte el cristianismo, teniendo como eje el Mediterráneo, se extendió desde el Oriente Medio hasta el Finisterre o confín del Occidente conocido, desde las costas del África hasta las tierras escandinavas o desde Irlanda hasta penetrar en tierras polacas. Como es lógico todo esto se realiza respetando y aceptando en mayor o menor medida las distintas aportaciones indígenas, muchas de las cuales, muy valiosas por cierto, han llegado hasta nuestros días. Llegada la época medieval y en conformidad con los signos de los tiempos se pone especial acento en la idea de que el destino del hombre y el avance de la civilización ha de estar guiada y gobernada por la mano de Dios para dar posteriormente un brusco viraje, abandonando poco a poco el concepto providencialista de la historia, situándola en una posición materialista y considerándola como una parte más de la materia y sujeta enteramente a sus leyes. En estos momentos contrarreforma y reforma intentan reconducir con mayor o menor éxito el cristianismo y muchas de sus instituciones. A la hora del renacimiento se puede decir que se ha entrado ya en la modernidad, por cierto una época rica en creatividad. Poco a poco no sólo van cambiando las condiciones de vida sino las formas de pensar. Aunque ciencia y técnica están íntimamente unidas, la ciencia es una actividad de la inteligencia preferentemente preocupada por conocer la verdad, hasta el punto de convertir a la razón en una especie de diosa, mientras que a la ciencia eminentemente práctica lo que paulatinamente le va preocupando es la transformación del mundo, introduciendo a la humanidad en la era de la civilización técnica. Ya bien avanzado el siglo XVII una organización laboral londinense hacía constar en sus estatutos; «esta sociedad prescindirá de toda discusión de religión, retórica, metafísica, moral, política, etc...», no pudiéndose negar que algunos de los éxitos conseguidos en varios campos fueron espectaculares, pero los costes en muchos de ellos resultaron muy elevados y dolorosos, lo que a un filósofo tan ponderado como Ortega y Gasset le dio pie para calificar a estos procedimientos de producción de «terrorismo de laboratorios» y al carecer de elementos correctores y de objetivos emanados del espíritu, el escritor y pensador inglés Cherteston lo razonaba así; «cuando se hace deprisa, queda pronto pasado de moda, por eso nuestra civilización industrial moderna ofrece tan curiosas analogías con la barbarie». Y lamentando tanto radicalismo sin entrañas otro escritor contemporáneo francés, Gautier, advertía: «el efecto de toda civilización llevada al extremo conlleva la sustitución del espíritu por la materia y la de la idea por la cosa». Por fin esta danza de civilizaciones europeas desemboca a última hora en la posmodernidad, que nos llega, según el filósofo Nietzsche, de la mano de «un hombre resentido, que vive como un drama la pérdida de las dimensiones patéticas y metafísicas de la existencia». Y arrastra la resaca de la modernidad, que según Lyotard «ha sido tan sólo una historia de ejecuciones y encarcelamientos, que van desde la guillotina de la Revolución Francesa hasta el Gulap soviético, pasando naturalmente por Auschwitz e Hiroshima». Ante esta situación cualquier persona del pasado, medianamente pensante, se preguntaría: ¿qué hacer?; pero si pretendemos conseguir una respuesta tendríamos que repensar la pregunta; puesto que lo de «hacer» al hombre de la posmodernidad ni le dice ni le interesa nada, entendiéndonos al pleno, si nos acoplamos a su jerga y le espetamos: «tío, ¿en qué rollo estás ahora?». La respuesta nos la reduce el sociólogo González Anleo a este esquema: «enfrascado en una especie de cóctel religioso con un revuelto de unas gotas de islamismo, una brizna de judaísmo, algunas migajas de cristianismo, un dedo de nirvana. Todas las combinaciones son posibles, añadiendo para ser más ecuménico una pizca de marxismo o un paganismo a medias». Todo ello constituye un buen exponente de religión «light». En consecuencia, la postura de un cristiano ante la modernidad y la posmodernidad no puede ser de indiferencia. El cristianismo, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, ha jugado un buen papel a favor del «desencantamiento del mundo» o una sana secularización, admitiendo la autonomía de lo secular o profano, contribuyendo a su emancipación de toda tutela religiosa, al mismo tiempo que espera en contrapartida que las realidades creadas se intenten situar fuera de la órbita marcada por el Creador, derivando en un brutal secularismo. También hoy desentonan tanto los creyentes que intenten regresar a la época de cristiandad, tratando de restablecer una especie de confesionalidad del Estado, como los simples ciudadanos que se alistan en las filas de un anticlericalismo trasnochado y sectario, que equivaldría a ponerse en la misma línea de las religiones, que creen y siguen a un dios, con minúscula, que lejos de generar amor y convivencia, genera odios, venganzas, fundamentalismo y fanatismo, incompatibles con el posible acercamiento, diálogo y alianza de culturas y civilizaciones.