TRIBUNA
La utopía de la solidaridad
Resulta que hay palabras que tienen la merecida categoría de «palabras largas». Una de ellas es «hipopotomonstrosesquipedaliofobia», que define el miedo irracional a la lectura o pronunciación de palabras extensas. No es de extrañar. Otras muchas palabras cortas del diccionario también son difíciles de pronunciar y se traban en la lengua, e incluso tienen dientes y muerden como un lobo. Palabras que no se deben usar, ni siquiera pensarlas, cavilarlas, palparlas, encumbrarlas, escribirlas... Mucho menos gritarlas. Lo decía el poeta Celso Emilio Ferreiro: «Querida, no lo olvides, hay palabras/ que es pecado decirlas en este tiempo». Palabras hermosas que se miden por obras, que expresan sentido común, deseos y buenos proyectos. Una de estas palabras es solidaridad y sus derivadas, tales como: social, socialización, solidarizarse, solidariamente, solidario... Es cierto que hay voluntariados, ONGs de ayuda humanitaria, apadrinamientos, hermanamientos, etcétera. Pero no es suficiente. La insensata insolidaridad anda suelta entre nosotros como una loca augur de la muerte. Varios ejemplos: los poderosos ordenan la guerra para que se maten entre sí los pobres. Para combatir el terrorismo nada mejor que extender el mortal sarampión del terror por la piel de todo el mundo habitado. Para que haya paz hay que hacer la guerra. Para que no haya incendios alguien dijo «que se quemen los bosques». Para acabar con el hambre hay que envenenar hasta el aire, esa nutritiva sustancia suministrada por una misteriosa Providencia para engorde de los pobres. Y mientras los tres cuartos de la humanidad no pueden ni siquiera satisfacer sus más elementales necesidades, el cuarto restante está ocupado en conseguir la satisfacción de sus «nuevas necesidades». Es decir, el mundo se está convirtiendo en un polvorín, en una cruel selva donde rige, con diferentes nombres y disfraces, la «Ley de la Selva» que nos está salpicando a todos. Pues todos somos débiles respecto a algunos y por tanto, oprimidos. Somos fuertes en relación con otros a los que explotamos cuanto podemos. Tanto da que se trate de personas individuales como de colectividades humanas. Según parece, esta sociedad globalizada necesita víctimas para sostenerse sobre su barro despedazante, sacrificando la vida, la dignidad, la libertad y sus posibilidades de desarrollo y perfeccionamiento. Y quizá lo que nos espera es un desmoronamiento total de la convivencia. Son pocos los que se sienten moralmente obligados a colaborar con los demás, compartiendo sus problemas. Menos aún los que adoptan una actitud activa ante el desolador panorama mundial de tantas personas que sufren física y moralmente o que viven en la indigencia. Muchos son los que se niegan a cooperar solidariamente en la reparación del daño. Algunos compartimos aquella antigua máxima del doctor Marañón: «Hay que mantenerse solidariamente solitario y solitariamente solidario». A pesar de que ser solidario significa que uno se adhiere incondicionalmente a una causa y a las personas comprometidas en su defensa, la palabra solidaridad resulta para más de uno contraria a sus intereses individuales, muy difícil de entender y de pronunciar en su idea de derecho u obligación en común. Como vecinos y ciudadanos del mundo lo estamos viviendo de cerca cada día, hasta en los pequeños niveles de las comunidades de vecinos se reproduce el universal y, por desgracia, extendido principio insolidario. Da lo mismo que uno o varios vecinos tengan importantes problemas, para que, contra toda lógica, los demás se vuelvan de repente insolidarios (¿quizá lo fueron siempre?), dedicándose a incrementar el daño, a responder agresivamente al perjudicado, olvidando que la interdependencia es muy necesaria y que una comunidad de vecinos es un grupo o conjunto de personas que comparten elementos y circunstancias. También se define como una organización social que se forma por cercanía, en cuyo seno la vida y el interés de los miembros se identifican con la vida y el interés del conjunto, como puede ser el bien común. Sin embargo, por lo general, toda sociedad humana posee en su entraña una cierta dosis de violencia e insolidaridad. Por eso, casi siempre, la solidaridad se queda sólo en vagas promesas políticas, expresiones verbales o escritas, pasando a convertirse en un utópico ideal muy alejado de la realidad social. Porque ya se sabe, «el ser humano es un animal tan ensimismado en la extasiada contemplación de lo que se cree que es que se le pasa por alto lo que indudablemente debería ser. Su principal ocupación es el exterminio de otros animales de su propia especie, la cual, pese a todo, se multiplica con tal rapidez como para infestar toda la tierra habitable». (Ambrose Bierce). Así que, tomad nota forasteros: no pidáis nunca solidaridad ni cooperación, palabras estúpidas con peligro de sociabilidad. No digáis siquiera las palabras derivadas por muy lejano y vago que sea el parentesco etimológico, como son, verbigracia: ayuda, colaboración, diálogo, convivencia, socialización. En cambio decid egoísmo, hostilidad, competitividad, incomunicación, rivalidad, conformidad, sí señor, muchas gracias por matarme, qué buen rollito, Dios se lo pague. Dejad que se pudra la palabra solidaridad, e imprimir en la frente el sello de la indiferencia por todo lo que concierne a los demás. Por supuesto no vayáis con la verdad y el corazón en la mano, digo, en su sitio. Ni mostréis nunca en público buenos sentimientos porque son hermanastros enfermizos del pensamiento... En tiempos de hipocresía ser sensible a las distinciones entre las cosas es una inconfesable falta, que jamás perdonan los que están dispuestos a impedir que se logre la repartición de un mundo mejor para todos. Por todo eso, por eso mismo: «Nono esquezas, hai palabras/ que é pecado decilas niste tempo». No seas original. No destaques. Pasa desapercibido. No extravíes con otros las urgencias, ni te encuentres contigo en la espesura... No preguntes porqué «el viento lleva andrajos de esperanzas erguidas/ sobre mástiles de sueños; y lleva las últimas/ palabras de los soldados desconocidos/ que murieron en las guerras por patrias inútiles» (Celso Emilio Ferreiro). No seas sincero, que eso es sinónimo de tonto e inculto. No vayas nunca al fondo o caerás en el abismo. Cánsate de nadar contra corriente. Que la indiferencia ponga velos de apatía en todos tus actos. Sé cortés, experto en las artes y la práctica del disimulo. No retengas la luz de la conciencia, que según el Diccionario del Diablo, es un estado mórbido del estómago que afecta a la materia gris del cerebro y produce confusión mental. Arremolínate en la nieve de lo callado. No clames por saber. ¿Hay algo mejor que no saber? Miente. Pon tu buena fe en olvido. ¡Ah!, y ni se te ocurra hablar con palabras que parezcan palomas... Si consigues vencer el asco personal: «¡Xa verás que felices imos sere!» -como dijo el poeta que subyace entre líneas- en una isla desierta de solidaridad. Lo cual produce whangdeppotenawah, que en lengua ojibwa, según el mordaz Ambrose, significa desastre; dolor inesperado que nos hace mucho daño.