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CREO QUE HAY tareas ciudadanas que están en el olvido, aletargadas por el hielo de la pasividad e indiferencia, cuando deberían ser alentadas y premiadas. Una de esas labores, es la del diálogo para acrecentar acuerdos que acuerden colaborar para combatir el terrorismo. Pensamos que con sujetar, recluir, derrotar o rendir al enemigo, tenemos asegurada la tranquilidad de despertarnos cada mañana sin sobresaltos; obviando que, lo difícil y sensato, es: convencer antes, para vencer después. Al terrorista que encuentra su motivación en el deseo de alcanzar un más allá religioso, hay que hacerle ver (y vivir) racionalmente su confusión para que no vuelva a las andadas. Las rejas no son la solución. Rajarlo tampoco, es una persona. Hemos de estar a favor de la vida, de toda vida. Convendría, pues, analizar los factores de riesgo que llevan a las personas a volverse peor que los animales, una bestia en el más puro sentido del término. Olvidamos que toda causa que deshumaniza, a posteriori, tiene su efecto de rabia y venganza. Para empezar, estimo, que deberíamos prestar mayor atención a esos niños que nacen y crecen indefensos en lugares donde la violencia es el plan nuestro de cada día. Habría que aplicar un plan de ayuda de emergencia. Son muchos los chavales que precisan asistencia, no sólo económica, también psicológica. No basta con darles unas simples migajas, urge estar alerta para que el entorno sea propicio, proteja sus vidas, los sueños y el futuro. Los gobiernos por sí mismos, o con ayuda de otros, deben obligarse a proporcionar servicios básicos a toda la ciudadanía. Algunos terroristas ven sus acciones como una forma de curar las heridas de una humillación personal, adoctrinando estas criaturas impúberes. Al mundo todavía le falta agudizar el oído y beber las palabras de los que no tienen voz, prestar atención a sus consejos, dialogar antes de sacar juicios apresurados. Esto de prevalecer los unos sobre los otros, sin miramiento alguno al presunto derrotado, tiene pocas luces convivenciales, puesto que conlleva efectos secundarios que pueden avivarse en cualquier momento. Es como ese fuego que parece estar apagado y al menor soplo de aire se enciende. Aplicar la fuerza bruta para rendir al enemigo, debe ser lo último. Hay que ir a la búsqueda de los antecedentes del engaño, de la corrupción, y además oscuros pensamientos, para luego digerir y expresar, con inteligencia y convicción, que la vida es para vivirla. Ahí está el ejemplo de Ana María Matute, persona culta y mujer de horizontes libres, activando las ganas de vivir en un mundo que siega vidas a cualquier precio. Asegura que el mejor regalo que se le puede hacer a su edad es la de estar viva, la de dejarle vivir. Tal y como está el patio, que a uno le permitan respirar, se está poniendo complicado. Desde luego, esta existencia es demasiado corta para que la volvamos insoportable. Hay que exigir a todos los mandatarios del mundo que convenzan mediante una cultura de pensamiento y de luz. Porque nuestra patria ya es el mundo y la mejor hazaña siempre será hacer el bien, aunque nos paguen con mal. Tenemos que vivir en la poesía y menos en el poder, en la claridad y huir de la sombra. Si hemos de ser constructores, seámoslo del saber, de la conciencia crítica, de la energía creadora. Resulta incomprensible aquel gobierno que ante un problema tiene pereza por resolverlo, o no informa del mismo a sus ciudadanos, ni argumenta sus posiciones para convencer al contrario, ni tampoco escucha para responder. Al final revienta todo en crispación y en salidas de tono que descomponen a cualquiera, a los de un bando y otro; hasta perder el rumbo más humano y enriquecedor, el del sentido común. Volviendo a la convincente Ana María Matute, de que «la palabra es lo más bello que se ha creado», a su salvadora dicción y a esa búsqueda constante de la palabra, labor a la que se consagra a diario, el caudaloso diario de su vida, considero oportuno elevar ese lenguaje a las atmósferas actuales ahogadas de tensión social por doquier esquina y que, sumidas en la desesperación, pueden llegar a pensar que no existe otra semántica de limpieza que la de tirar a matar. La firmeza democrática cuando escucha a todos, y a todos extiende su mano protectora, la convicción en unos valores morales cuando se ejemplarizan, es una buena manera de incitar a cambiar comportamientos. No podemos quedar en la palabrería, o hundirnos en el pesimismo, el ejemplo sembrado es la mejor guía. Por ello, la referencia a un diálogo sincero, sin la moneda de la hipocresía por medio, es vital para que las divisiones del mundo se achiquen. Al mundo no se le puede vencer por las armas, tampoco por las bombas, ni tratar de persuadirlo a través de la mentira. Para meter al mundo en cintura hay que priorizar los valores del entendimiento, sin falsas promesas. Luego, meterlo en razón, donándose cada cual a las sílabas del viento. Limpios los caminos, hay que meter en costura el verso y darse buenas dosis de abrazos. A los enemigos hay que volverlos amigos. Hay que revivir los valores auténticos. La autenticidad de la palabra dada, hemos de resucitarla, antes que los nubarrones de un ciclón de guerras nos rompa el cielo del alma; y, el alma del cielo, nos abandone. Vuelvo al principio, en que lo difícil de vencer, es convencer. Una acertada conquista sería mostrar el valor humano (en democracia) y envainar poderes que para nada dignifican a la persona, porque no son democráticos. Que la vida no deje de ser nunca una senda de esperanza, con cada aurora de sol, depende de todos nosotros, de cada uno de nosotros. Nadie debe quedar fuera de juego.