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Publicado por
EDUARDO CHAMORRO
León

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NO ESTÁ EN LA MANO del hombre la producción de terremotos, maremotos y huracanes, como tampoco el poner fin a sus procedimientos. Son cataclismos que eluden el control del hombre que sólo con suerte, muchísima suerte, logra escapar con vida cuando se le echan encima esos tres elementos desatados que son la tierra, el agua y el aire. Pero el hombre sí puede provocar el fuego. Y, entonces, la pregunta más naturalmente salvaje de la especie es: si el hombre puede provocar el fuego, ¿por qué no lo va a provocar? De hecho, Prometeo pasa por ser el padre de la civilización y del poder del hombre sobre la faz de la tierra y a través del aire que la rodea, por haber arrebatado a los dioses el fuego. No les quitó la inteligencia ni el lenguaje, les quitó el fuego. Con el fuego se pasó de lo crudo a lo cocido y de la tierra a la luna. Con el fuego se hizo la idea de un Dios donde un arbusto ardía sin consumirse, y con el fuego se inventó ese lugar llamado infierno en el que ni la eternidad ni el infinito se consumen. El fuego hizo del hombre un demiurgo y le otorgó el más directo, vasto e indudable poder sobre la vida. Lleva desde entonces preparándose para ambos menesteres y no ha logrado avanzar un paso más allá del haberse vuelto loco. Denle a un niño una caja de cerillas y verán lo que les cuesta arrebatársela. Permitan que se quede con ella, e incendiará el mundo. De eso se habla cuando se habla de educación, y de eso se trata cuando se trata de los castigos y de las penas. Al provocar el fuego, el hombre no sólo sabe lo que hace, cuando y cómo. También sabe por y para qué. Lo hace a sabiendas de que lo que provoca lleva consigo la muerte, y no una muerte cualquiera y concreta sino espectacular, dilatada y variopinta. No es la muerte que acarrea el estrangulamiento, la cuchillada, el lejonazo o el disparo. El hombre que incendia sabe y espera matar con las llamas en las que se quemarán desde el mínimo roedor hasta cualquier ser humano, como también sabe y espera la prolongación de su voluntad e intención mediante la asfixia del humo. No es otro el espectáculo que busca ni el placer que persigue. Tampoco le vale otro fuego del que no sea el autor. Pongan ustedes a un incendiario ante una chimenea y oirán chirriar de desazón los grumos de su mente. Pónganle ante un fuego devastador que no le sea debido, y le verán sudar sangre por los redaños del amor propio. Si Faulkner decía que un escritor mataría a su madre por una buena frase, el incendiario quemaría a la suya con tal de verla arder. Faulkner era un exagerado. El incendiario, no. El incendiario sabe medir sus pasos y precisar su acción. El escritor necesitaría un número imposible de madres para enhebrar siquiera el texto de un telegrama. Por eso las palabras de Faulkner son una metáfora que no sirve para el incendiario, hijo del fuego y madre, a su vez, del fuego que puede provocar, crear, parir, inventar y reinventar hasta que alguien le atrape, le meta en la cárcel y decida que ahí se pudra. Porque si el incendiario no se pudre en la cárcel, o en el frenopático, y vuelve a poner sus pies en el mundo, lo volverá a incendiar. Si esto parece exagerado a alguien, yo le pediría que señalara donde está la mesura de este asunto.

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