TRIBUNA
Se ha perdido la vergüenza
HA IDO TODO demasiado deprisa. Salimos de una España atormentada a una España luminosa y corrupta al mismo tiempo. Los aires de la vulgaridad nos pierden hasta despojarnos del pundonor, de la estimación de la propia honra y de la autoestima del propio corazón. Los ciudadanos, de creciente heterogénea nacionalidad, no saben a qué atenerse. El desconcierto de la conducta y la pérdida de valores son una realidad. Eso de tener respeto o miramiento hacia una persona, hace tiempo que también dejó de cotizarse en este mundo que sólo mira con los ojos de la economía. Una mirada que más bien nos embrutece. Sería bueno fomentar una cultura exigente al pensamiento, para que la voluntad se guíe por la racionalidad, de la «verecundia» (de la vergüenza), capaz de encendernos el color del rostro ante una falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante, propia o ajena. Hay que resistir la tentación de abandonarse a la fatalidad de lo mediocre. Cada cual en su sitio, con el honor debido, y un sitio para todos con todos unidos. Lo último, perder los estribos de la vergüenza. Algunos parece que, aparte de haberla perdido, hacen campaña para encandilar la mente de los corderos. Tal y como está el patio de perversiones, cuesta entender las chulerías de algunas prepotentes voces, que, en vez de ejemplarizar posturas de coherencia democrática, puesto que concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular, estimulan plantar la cara de la desfachatez, antes que impulsar otras responsabilidades morales, como pueden ser la mayor transparencia en la administración, imparcialidad, uso justo y honesto de los fondos públicos, o cualquier rechazo de medios ilícitos. La ambición rompe el saco, cuando todo vale en un deseo ardiente de conseguir poder, riquezas o famas. No puede haber sosiego en una filosofía utilitarista de vida que permita el uso de cualquier medio, o ignore el valor intrínseco de las personas. Los dilemas de la humanidad no son excusa para pervertir, depravar o falsear el castigo de la vergüenza. Es de justicia utilizar todos los recursos para superar los obstáculos; el del diálogo, con la turbación debida, puede ser un buen criterio de valores a considerar. Unas recientes declaraciones del insigne escritor José Jiménez Lozano, nos ponen en guardia. Cuando menos debieran salirnos los visos del sonrojo. Lo ha dicho una persona cultivada en el tiempo, que tiene tras de sí una visión profunda de la vida: Estamos en un mal momento, se pisan todos los valores. Se trata mal a todo el mundo. Claro, eso pasa por perder el sentido de la vergüenza, ser muy ruin al despreciar el rostro humano y apreciar rastros sin esencia. La desvergüenza y cara dura se ha puesto a la orden del día. En el fondo hay muy poca implicación ética para aceptar a la gente, generar un clima de confianza, o bien contener las amenazas que ridiculizan y atentan contra dignidades humanas. Faltan espíritus humanistas y sobran espíritus de mercado que lo único que hacen es provocar contiendas, reavivar las raíces del odio, con abrazos a poderes que son torpezas vergonzosas, puesto que propugnan miedos mediante pugnas de malvados intereses. Por el contrario, para nada debe darnos vergüenza reconciliarnos con las personas, a través de un amor comprensivo que valore las honestas aspiraciones y cualidades de los demás. Frente a esa actitud modernista que sólo adora el dinero, la ideología del poder, la clase jerárquica o la tecnología sin corazón, la propuesta de universalizar el entendimiento a un lenguaje común, es una apuesta de valor, que hemos de hacer valer, ante el reinado de cinismo circundante. Cuando se pierde la vergüenza no hay ley que ampare el descaro, la violencia extrema en plena luz del día, los juegos peligrosos a la luz de la luna, el terrorismo de andar por casa en la hora endemoniada, la inmoralidad de un tirano dominador, y tantos otros ademanes altaneros que nos dejan con un mundo devastado y hostil, con una familia fracturada y lacerada, enferma y enfermiza. Por ello, deberíamos replantear prioridades de justicia y de solidaridad, de transformación y valoración de las realidades en las que vivimos. La próxima conferencia de presidentes autonómicos bien podría desarrollar, dada la desvergüenza antisocial y antidemocrática de algunos titiriteros escudados en la política, otro bienestar más pensado en la persona, otro conocimiento más censado en libertad, y otra victorias más humanas que contrarresten miserias y humillaciones; cuestión que debiera ser consensuada. El entramado de la desfachatez se crece con posturas desconcertantes. La falta de escrúpulos ensordece cualquier conversación dispuesta a tender una mano de honestidad al que nos pida ayuda. La ordinariez nos ha vuelto personas áridas, agresivas, incapaces de sonreír, de saludar o decir gracias, de interesarse por los problemas de los demás. Por una serie de aliños groseros, la impertinencia excluye el debate de la sensatez. Ya me dirán qué es una democracia sin censores. El caso de nuestra clase política española es bien patente, prefieren hinchas antes que ciudadanos o afiliados críticos. Así, atados de pies y manos al poder, resulta muy difícil poner vergüenza en los desatinos, enmarcar a los bienhechores y desenmascarar a los golfos. Seguramente la mayor, honesta y justa vergüenza, pase por servir a los demás, no en servirse de los demás. Lo será aquella democracia que nos trate como personas, nos retrate como humanos de alma y cuerpo, sin discriminación alguna y con la acción de que todos contamos.