La frialdad de los héroes

LA AVIONETA que se estrelló en Badia del Vallés pudo haber ocasionado una catástrofe, de haber colisionado contra un bloque de doce pisos. La pericia del piloto logró desviar un impacto de incalculables consecuencias. Pero murieron el piloto y el fotógrafo que le acompañaba. Cuentan los vecinos que, tanto el uno como el otro, cuando ya sabían que iban a estrellarse, sacaban los brazos y agitaban las manos por la ventanilla, indicando a los vecinos que estaban asomados que se metieran en sus casas. Ignoro cómo hubiese reaccionado yo en parecidas circunstancias, de la misma manera que no sé qué actitud hubieran tomado mis amigos más íntimos. El acto heroico se decide en unos segundos. Y es un acto compulsivo, más que racional, porque la urgencia del momento no permite establecer un tiempo de reflexión sosegada para decidir las acciones que se van a emprender. Las personas se quedan acurrucadas ante la pistola que exhibe el atracador en el interior de comercio, o arremeten contra él, o ponen su cuerpo como escudo delante de una niña. Hay un instinto heroico, prendido en el fondo de las entrañas, que impele a un ser normal a entrar en una casa incendiada para salvar a un abuelo que le cuadruplica la edad, o a lanzarse hacia un mar de aguas arremolinadas para salvar una vida sin importarle la suya. El alma humana es un misterio. Los asesinos y los héroes son gente normal, antes de que maten, antes de que se arriesguen hasta más allá de los límites razonables. Estos dos hombres que, a punto de dar el paso hacia una muerte segura, antes de su inminente final, gastaron sus energías y esfuerzos en tratar de que su mala suerte no se extendiera a otros seres, forman parte de la galería de héroes anónimos que surgen en un rincón, que se despiertan en medio de una circunstancia extraordinaria. Se llamaban Roger Miralles y Sergio Díaz. Y creo que se merecen, además del agradecimiento de los vecinos, el modesto homenaje de este escaso reconocimiento.