Sajambre salvaje

DESDE la Peña Beza el valle de Sajambre parece una enorme selva de hayas y robles, boscaje en el que resuenan los berridos de los venados. En la solana de Peña Santa las manadas de rebecos pastean la yerba, indiferentes al paso de los montañeros, en un verano turístico que ha batido record de visitantes aquí y en Valdeón. Las pisadas del lobo y sus cagadas con pelo de corzo aparecen en la senda del Hoyo del Burro, mientras el águila real planea por el cordel del Jairo y la majada de Llaveño en pos de ratas toperas y liebres de piornal. El refugio de Vegabaño perfuma el hayedo con el olor de las lentejas que Julián y Nuria ofrecen a caminantes hambrientos. Carlos Granda, el guarda del Parque Nacional, en Soto, se alegra por la subvención que el Ministerio de Medio Ambiente ha concedido para el adecentamiento de la escuela, maravilloso edificio que encierra el valiosísimo tesoro didáctico de libros, láminas, instrumentos científicos y mapas, resultado del mecenazgo de Félix de Martino, sajambriego que hizo fortuna en Méjico. El segundo teléfono construído en el mundo es uno de los objetos estrella de esta escuela que auspició enorme cultura. Caballero en mula parda, un yeguero desciende digno por la senda, camisa rota y rostro golpeado, tras trifulca por pastos con un vaquero fuera de sus casillas, casualmente uniformado. Episodios del salvaje oeste sacuden unas ordenanzas ganaderas que, antes, satisfacían a una cabaña y unos pastores más abundantes. Por las campas de Riega Grande, Pelayuco, romántico asturiano amigo de la química micológica, rastrea como un sabueso la salida de los monguis, setillas enanas cuya psilocibina transporta al paraíso de las huríes y al colocón seudomístico. Me sorprenden sus dotes de observación: -Veo que los monguis salen donde cagan los caballos apalaches, los que montaban los indios mescaleros fumando la pipa de la paz. En pelotas, el manitú astur recibe la ducha de rocío de los Picos.