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Publicado por
FERNANDO ONEGA
León

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PRINCIPIO elemental en política: todo el mundo tiene razón hasta que la pierde. Ante el Estatuto de Cataluña, Mariano Rajoy y su partido han tenido razón hasta el momento en que decidieron que ese proyecto no debería ser ni siquiera admitido a trámite en el Congreso de los Diputados. Y ayer, el señor Rajoy formalizó ese pensamiento y lo hizo casi irreversible, al hacerle esa petición al presidente del Gobierno. Modestamente, y desde el inmenso respeto que Mariano Rajoy merece, creo que se equivoca. Quizá obtenga muchos votos desde esa posición intransigente; pero es una actitud errónea y peligrosa para los intereses generales del país. Lo explico: este proyecto de Estatuto podrá ser difícil de digerir; podrá suponer una quiebra en la solidaridad; podrá menospreciar la Constitución; podrá ser el mismísimo diablo en forma de ley, pero es impecable en su procedimiento. Fue promovido por el Parlamento catalán; obtuvo la mayoría exigida de dos tercios, y aún le sobraron votos; y, finalmente, se somete al Congreso para debate. ¿Cómo se puede negar su admisión a trámite? Rajoy argumentó ayer que el texto supone una reforma de la Constitución. Digo yo que supondrá esa reforma si el Estatuto se aprueba tal como ha llegado; pero el Congreso tiene la oportunidad y también la obligación de debatirlo, discutirlo, conocer las razones del propio partido de Rajoy y, si triunfa el catalanismo, será el Tribunal Constitucional quien diga la última palabra. Gracias a Dios, el sistema tiene suficientes garantías como para que no se produzca esa hecatombe que un día sí y otro también nos anuncia la derecha política española. Y digo más: si a todo un Parlamento de Cataluña, en un proyecto votado por más del 80 por ciento de sus miembros, se le rechaza su obra simplemente porque a unos señores les parece anticonstitucional, ¿cuáles serían los efectos políticos? Habría por lo menos dos muy claros: uno, dar la sensación de que Madrid le cierra las puertas a los representantes del pueblo catalán, sin admitir siquiera que puedan hablar; y dos, que, fruto de esa sensación, se rearme el victimismo, se radicalice la convivencia, volvamos al grito de «Volem l'Estatut» y démos nuevas alas al independentismo. Todo esto es seguro que ocurriría. También digo más: es probable que ocurra si se recortan muchas alas del proyecto presentado ayer. Pero es muy distinto frenar los sueños nacionalistas si se han dado todas las oportunidades para el debate a frenarlos sin darles siquiera la oportunidad de explicarse. Pobre democracia tendríamos si hubiera que sostenerla a base de portazos. Déjenme creer, por lo menos, que la democracia española sabe sostenerse sobre el juego parlamentario normal.

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