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León

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LA nación de naciones se diluye en el proceloso mar del chantaje económico de las comunidades que se dicen históricas, mientras el Estado se resquebraja por la periferia y derrama sangre de extranjeros repudiados, extraños aferrados a una verja, aún sabiendo que les espera el vértigo del desierto en la otra frontera, la frontera del sur. España y Europa desplazan el problema de la inmigración más al sur y Marruecos actúa como lo que es, un país en el que los Derechos Humanos están en la cola de sus prioridades, si es que figuran en el alguno de los márgenes de su agenda. Según Médicos Sin Fronteras, más de 500 inmigrantes han sido trasladados desde la frontera de Melilla hasta la frontera de Marruecos con Argelia, en el desierto del Sáhara. Las «avalanchas» de inmigrantes sobre las verjas que separan Ceuta y Melilla resuenan cada cinco minutos en los noticiarios de la radio como amenazas. La palabra, escrita en negro sobre blanco, se instala en el cerebro como un gran peso que nadie del otro lado de la valla, en Europa, quiere soportar. Pero los que mueren son los que intentan escalar hacia territorio europeo. En realidad, una avalancha es un alud y un alud es una gran masa de nieve que se derrumba de los montes con violencia y estrépito; o bien, «masa grande una materia que se desprende por una vertiente precipitándose por ella». ¿Hablamos de seres humanos o hablamos de una materia que nos estorba? Ya sé, el problema está allí, en la frontera sur. Y no nos afecta. No queremos saber. No queremos ver. Sólo queremos protegernos de la «avalancha».

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