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Publicado por
JUAN ANTONIO GARCÍA AMADO
León

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EL DEBATE político está siendo sustituido por la discusión histórica. La política es labor eminentemente pragmática, prosaica, resolución de problemas comunes del día a día, con la mejor virtud en la prudencia y con las habilidades necesarias de espíritu negociador, capacidad de diálogo, sensibilidad para el sentir social y conciencia de la prelación entre los problemas que merecen el mayor esfuerzo. Por eso la política práctica no puede pretenderse científica ni lógica, del mismo modo que no son ni la ciencia ni la lógica las que determinan cómo puede y debe uno gobernar su casa, orientar su vida o administrar su tiempo. De ahí que la política buena, la que a los ciudadanos de a pie más nos conviene, es la que hacen sujetos con sentido común, no iluminados ni profetas. Una tal concepción práctica y humanizada de la política es democrática por vocación, pues nadie queda excluido de la capacidad de opinar por no ser lo bastante sabio o no estar en contacto con los dioses, la tierra, el espíritu del pueblo o los fantasmas de los antepasados. Y es democrática también porque el objetivo que al pensamiento y la acción política se otorga no es otro que el de ir resolviendo, de la mejor manera posible en cada momento, los problemas fundamentales de los ciudadanos: que hemos de comer, que queremos trabajar, que necesitamos salud, vivienda, educación y ocio, etc. De esa idea práctica, democrática y con dimensión ciudadana de la política es de la que nos estamos alejando en nuestro país, Estado, nación o lo que diablos sea esto. Y ahora la disculpa es la Historia (así, con mayúscula). Otras veces fueron la Justicia, el Bien, la Fe, la Verdad. Ahora le toca a la Historia convertirse en opio del pueblo y pretexto de la manipulación. Pero no porque los historiadores, pobres, vayan a ver crecido su estatus o aumentado su sueldo (salvo los más pillines que escriban al dictado de algún lerdo gobernante), sino porque los políticos con menos escrúpulos han encontrado ahí el último filón para mantener en vilo, y sometida, a una ciudadanía crecientemente escéptica y desengañada después de haber visto en qué acabaron las otras metafísicas tramposas, aquellas que hablaban de cosas como razas, dioses o reservas espirituales: en abuso, explotación y sangre. ¿Por qué ahora la Historia? Al parecer, las decisiones cruciales de nuestra convivencia tienen que pasar por el aro de la Historia, y por eso se habla y se habla de derechos históricos, naciones históricas y cosas por el estilo. Late en el fondo de semejantes categorías un hondo prejuicio, un dogma perfectamente acrítico y exento de todo fundamento racional y comprensible, aunque tremendamente conservador, en todo caso. Según tal prejuicio dogmático, lo que un día fue debe volver a ser o tiene que seguir siendo. La idea de progreso histórico está siendo remplazada por la de regreso histórico, según unos, o la de estancamiento histórico, según otros. Los unos, tenidos por progresistas pero que gustan cada día más de volverse al pasado, consideran que si un día, hace un siglo o cinco, un pueblo le ganó una batalla a otro o fue independiente de él, tiene el derecho por esa sola razón a volver a aquella situación que en una ocasión se dio. O si una vez un rey eximió a ese pueblo de un impuesto, eximido queda para siempre, porque la Historia es intocable, sobre todo si hay pasta de por medio. Y ahí viene la discusión erudita sobre si fue verdad o no que tal batalla significó tal cosa o tal decreto tal otra. ¿Y qué más da? Sólo importa para ésos que creen que el dato histórico, el pasado, es totalmente determinante y limitador de nuestras opciones presentes y futuras. Mama dicho prejuicio de la metafísica idea de que lo que un día fue debe volver a ser; un pasado no pasado en verdad, sino con permanente vocación de presente. Una quimera. Como si sostengo que porque antaño fui soltero mi matrimonio actual es nulo y mi estado civil de soltería perpetua. Ah, pero están también los otros, guiados por un prejuicio igual de metafísico, por no decir supersticioso, mas de contenido levemente distinto. Para éstos es el presente el que tiene vocación y propósito de eternidad, y el estado de cosas en que nos hallamos debe permanecer incólume, intocable y sustraído a toda discusión que lo cuestione o toda decisión que lo modifique, por los siglos de los siglos. Como cuando dicen que si estás casado ahí te quedas para siempre, sin divorcio posible. No hace falta, creo, que traduzca a términos más claros quiénes están en cada variante del dogma. Los primeros buscan la prueba histórica de que un día fueron nación política al menos un poco o un ratito, como justificación principal de que deban volver a serlo ahora y como causa de deslegitimación suprema de nuestra forma actual de Estado y convivencia. Los segundos se agarran al hecho de que ahora, o desde hace tiempo, o casi siempre, hemos sido lo que somos, un Estado-nación unitario, para elevar a intocable dicha configuración jurídico-política y a réprobos a quienes osan cuestionarla. Éstos y los otros, los de acá y los de allá, ¿no tienen mejores argumentos para hacer política que éste, precisamente, que en el fondo excluye la política? Y la excluye porque hace que gobiernos y ciudadanos eleven a preocupación suprema lo que menos importa en estos tiempos de tan cacareada globalización (qué nombre o dimensión tenga la unidad política en que organizadamente convivimos) y hurtan a la reflexión y la elección lo único que para el ciudadano y sus políticos tiene que ser ocupación central, inmediata y puramente práctica: que todo el mundo pueda vivir dignamente, a un lado y a otro de cualquier frontera, que a nadie le falte de comer, que a todos se les den las letras y las libertades que se precisan para entender el mundo, elegir la vocación de cada cual y participar con todos en el gobierno de los asuntos colectivos.

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