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TRIBUNA

Inmigrante abatido o síndrome de Ulises

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El Síndrome de Ulises es una patología poco conocida por la gente con calefacción central y tarjeta de crédito. No se trata de una enfermedad somática o un episodio de ansiedad al regreso de un intenso crucero de placer por el Mediterráneo. El Síndrome de Ulises, también llamado Cuadro del extranjero abatido, es un padecimiento del alma para el que los galenos carecen de remedio conocido. El pánico pasado durante el viaje en patera o el abordaje de barreras, la soledad, la desconfianza, la desorientación y la lucha desesperada por la supervivencia son las manifestaciones más perceptibles que fustigan la mente y el espíritu del inmigrante descorazonado. El viaje épico del héroe de la Odisea ha dado nombre a esta peligrosa perturbación psicológica que sufren quienes han soportado travesías turbulentas, llenas de hostilidades y riesgos vitales en su huida de la miseria y la tiranía de la cara amarga del mundo. La atroz diferencia estriba en que el mítico personaje de Homero regresaba al calor del puchero casero y a los susurros ardorosos de una Penélope largo tiempo deseada. El foráneo sin regularizar, por el contrario, viene a pecho descubierto a una resabiada Europa que le entregará a manos negreras de la economía sumergida. Solamente en el Estrecho se conjetura que han perecido cerca de 6.000 inmigrantes clandestinos desde 1960. De las oleadas de irregulares que logran darle esquinazo a la guadaña de la muerte y asentarse en España, al menos 600.000 padecen el Síndrome de Ulises, a los que se sumarán otros 300.000 cuya documentación más pronto que tarde estará en precario y con la veda abierta. Psiquiatras y sociólogos han hecho sonar las campanas de alarma. El agujero de marginalidad al que este colectivo sin derechos está sentenciado hará que broten conductas asociales e infractoras. Es inevitable. El terror pasado en el viaje, el estrés crónico acumulado, la tensión, la tristeza, la confusión, los pensamientos obsesivos y las paranoias son los síntomas psicopatológicos más notables del síndrome. Si además se le añade una probable explotación laboral y el miedo permanente a ser detenido y extraditado, el cóctel explosivo está servido. El siguiente paso será el encontronazo con la ley. Del análisis de las cifras oficiales se advierte que durante el año pasado se dictaron en torno a 50.000 resoluciones de expulsión de extranjeros, muchísimas de ellas con desenlace infructuoso. Madrid, Barcelona, el litoral mediterráneo y los dos archipiélagos constituyen por ahora las zonas en las que se concentran el mayor número y, por tanto, las más inestables en este sentido, si exceptuamos los recientes y dramáticos sucesos de Ceuta y Melilla. Los países de origen de los «sin papeles» que irrumpen a tropel son, en primer lugar, el norte de África y su parte subsahariana, a continuación los procedentes de iberoamérica (Colombia, Ecuador y República Dominicana), ciertas áreas del Este de Europa (Rumanía, Ucrania y Polonia), y finalmente los originarios de algunos territorios asiáticos como China. Afirmar que se suele ser más racista con la pobreza y la escasez que con los propios inmigrantes quizá no sea muy amable para algunos oídos, pero esa es la áspera realidad. No es lo mismo un árabe de Kuwait que un humilde moro del Magreb; no se mira de igual modo a un «morenito» neoyorquino que a un «negro» subsahariano. Es obvio, pues, que detrás de un xenófobo siempre hay un clasista solapado aunque esté apuntado al paro. Sentirse superior simplemente por haber nacido en una nación determinada es, sin duda, un claro síntoma de insuficiencia y mediocridad. Y ya se sabe que sólo un mediocre está en su mejor momento. La excusa de mal pagador, bautizada como «miedo al extranjero», no es otra cosa que simple egoísmo aderezado con ribetes individualistas de discriminación e intolerancia. Todas estas circunstancias negativas agravan aún más el Cuadro del extranjero abatido. No obstante sería conveniente recordar para aquellas memorias frágiles, que cerca de un millón y medio de españoles se encuentran emigrados todavía por el mundo. El tráfico de seres humanos es en nuestros días uno de los delitos con mayor lucro que las mafias internacionales llevan a cabo y al que dedican recursos que hasta hace poco estaban destinados al narcotráfico y a la prostitución. Quizás sea entendible que una persona intente huir de la desdicha y la opresión a través de apoyos indignos o de cualquier otro medio a su alcance, incluso arriesgando la piel en las alambradas o exponiéndose a las balas desalmadas de unos gendarmes magrebíes colmados de miseria, corrupción y crueldad. La hambruna no rinde pleitesía a las normas. Sin embargo, hay que erradicar las organizaciones criminales que se aprovechan de la desgracia y mercan impunemente con el desconsuelo. Tampoco es tolerable que se invadan por la fuerza las fronteras de un Estado, además democrático. Mientras tanto, y pendientes del arreglo, no dejemos de lado a ese indefenso y desasistido batallón de parias «sin papeles» que vagan sin rumbo por nuestras calles. Un inmigrante irregular no es un malhechor. El Síndrome de Ulises tampoco es una simple dificultad angustiosa posvacacional ante la incorporación al trabajo rutinario en la oficina. El problema es serio y patente; la solución también. Ab imis fundamentis.