TRIBUNA
La educación a debate
EN JUNIO del año 2000, la entonces ministra de Educación, Cultura y Deporte se comprometió ante la Comisión del Congreso de los Diputados a cumplir con los objetivos clave que debían presidir la actuación ministerial en el plano educativo. Tales objetivos eran la garantía de que no íbamos a acabar teniendo diecisiete sistemas educativos diferentes; entre esos objetivos estaban mejorar la calidad y la estructura del sistema, vertebrando la educación en todo el Estado y coordinando la actuación de las comunidades autónomas y sus administraciones educativas. La idea era extraordinariamente interesante; no obstante poco se hizo al respecto. Desde el partido popular se sigue difundiendo el mismo discurso, después de haber pasado por el gobierno durante las dos últimas legislaturas; así lo evidencian las recientes declaraciones de la secretaria ejecutiva de Política Social y Bienestar del partido popular, cuyas críticas a la políticas educativa del gobierno se ciñen a lo que venimos planteando a diario en los medios de comunicación. Tampoco desde la oposición han conseguido aportar nada nuevo, ni fructífero. La ley de la Calidad de la enseñanza fue el proyecto estrella de la última legislatura de gobierno del partido popular; pero fue un proyecto en el que la ministra no supo medir los tiempos. Cuanto se criticó desde el partido socialista contra la ley de calidad (Loce) y contra el gobierno de entonces, hoy se vuelve a decir, pero a la inversa, sobre el proyecto de ley de educación (LOE) del gobierno socialista. Si bien es verdad que nuestro sistema educativo demandaba, y sigue demandando, profundos cambios, también es verdad que la vilipendiada Logse hacía aguas por todos los lados desde hacía varios años y se había demostrado que su aplicación no convencía a ninguna de las partes, excepto a aquellos grupos del partido socialista que no se atrevían a levantar la voz. En gran medida la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo nació obsoleta e inspirada en sistemas donde la comprensividad ya era un fracaso sonado. El nulo reciclaje de los entonces responsables ministeriales de finales de los ochenta y principios de los noventa hizo que aquellos polvos trajeran los lodos que se han manifestado en los últimos años. La demostrada valía del profesorado y su permanente reciclaje es lo que ha evitado el hundimiento prematuro y definitivo de la Logse. Pero también ha sido quien mayor decepción se ha llevado con la supresión de la casi «non nata» ley de Calidad de la enseñanza (Loce); una decepción que se ha convertido en desánimo y crítica acentuada cuando ha conocido el contenido de lo que viene llamándose ley orgánica de educación (LOE) La necesidad de reformar el sistema educativo actual se ha convertido en una exigencia del profesorado y, con el fin de evitar situaciones como las acaecidas con la LOU y la ley de la cualificaciones y de la formación profesional, la nueva ley debe contar con un amplio respaldo y consenso. Lo ideal sería el reiterado pacto por la educación, que tanto se ha promovido desde los diferentes ámbitos implicados en la educación y al que solo el partido socialista ha hecho oídos sordos, en un acto de desprecio hacia el profesorado, hacia la sociedad y hacia sus propios electores. Todos los cambios requeridos pasan por retirar el proyecto de ley orgánica de educación, que tanto daño hace a la enseñanza pública. No es extraño oír hablar de indisciplina en numerosos centros, de violencia escolar, de «objetores» escolares, de problemas de convivencia y del nulo efecto de la carta de derechos y deberes del alumnado. Hace pocos leíamos en la prensa escrita que la docencia se había convertido en una profesión de riesgo y que el profesorado tenía que dedicar excesivo tiempo a tareas de tipo policial para poder mantener el orden en clase. Prueba de ello es que algunas comunidades autónomas, haciendo uso del sentido común, han empezado a estudiar fórmulas y a poner en práctica medidas preventivas conducentes a atajar cualquier atisbo violencia. La calidad y la mejora deben estar siempre por encima de las ideologías y de los intereses personales y partidistas. La fase inicial de la nueva ley debió ser un debate abierto, en vez de gestarse entre grupos afines y muy alejados de los ámbitos de progreso. Cualquier ley de educación debe ser un marco de referencia para todo el Estado. Ha de contar con unos principios claros y, ante todo, no debe mermar la libertad legislativa de las comunidades autónomas. El Ministerio debería tener claro que tan absurdo es eliminar la selectividad como implantar la reválida; en ambos casos se resta credibilidad al profesorado. A la vista de los acontecimientos que se están dando en las últimas semanas, siguen estando de actualidad, referidas al proyecto de ley orgánica de educación, las declaraciones del secretario general de un sindicato de clase de Cataluña, cuando decía que «la reforma educativa está siendo cuestionada en muchos de sus aspectos básicos y que hoy, se ha de decir con claridad, hace aguas por todos los lados y, en particular, en la etapa de la enseñanza obligatoria» . Pero, incluso, ese honrado sindicalista iba más allá: «han surgido zonas de sombras en el sistema educativo; problemas y disfunciones que lo han llevado hasta el actual estado de colapso generalizado». En otras palabras, y como acaba de anunciar hace unos días ANPE, sindicato independiente de profesores: «no podrá tener éxito si no se le dota de un presupuesto suficiente y no se cuenta con el profesorado».