Centremos el problema

ES QUE el problema está mal planteado. A estas alturas de la película es a Cataluña, empecemos por Cataluña -aunque la cosa no acaba ahí ni mucho menos como es bien sabido-, a la que corresponde dar el paso y sacar la esencia del seny. No es tan difícil acabar con tanto malentendido. Aquí ya no estamos en tiempos de los malvados monarcas centralistas que acabaron con las libertades catalanas (aburre hasta el infinito esa insufrible parcelación interesada de nuestra historia, tan irrespetuosa con la mucha gente que piensa), ni este espacio en el que nacemos y morimos tiene nada que ver con esa España mítica, irracional, represiva e inquisitorial que parece residir en «Madrid», supuesta patria de todos los males; (otra injusticia que hiere los sentimientos de cuantos -tantos- construimos nuestra idea de tolerancia y civismo en ese «poblachón manchego»). Aquí y ahora estamos en un territorio -llamémosle España, así se llama- cuyos ciudadanos se han ido haciendo adultos para entender con nitidez cuáles son los aspectos básicos e irrenunciables de lo que llamamos democracia: el valor de la solidaridad, la certeza de que es mucho más importante lo que nos une que lo que nos separa, la importancia decisiva de la lealtad, la seguridad insobornable de que los conceptos de igualdad y de justicia no admiten componendas. La inquietud de los ciudadanos responsables y con criterio (hay muchos que no permiten ser engañados) no proviene de los embaucadores y agitadores profesionales sino del convencimiento de que están en juego pilares básicos para la convivencia, la igualdad y la justicia. Sólo eso y nada menos que eso.