TRIBUNA
Houellebecq en León: la resaca
Con algunas horas de retraso, con una gabardina sucia y pantalones arrugados, precedido por un perro llamado Clément, Michel Houellebecq se presentó en León, España, el día 10 de octubre de 2005 (Mardi 5, Haha -Ste. Belgique, nourrice- 133 E.P.). Tras él, y a bordo de un segundo coche, aparecieron Fernando Arrabal (Premio Leteo 2004), su dulcinea Luce y Javier Esteban, invitados de honor del Club Leteo, ese «grupo extraordinario de poetas que juegan a ser Dios y a veces lo consiguen». Eran las cinco de la tarde y la ciudad, convocada por activa y por pasiva al Acto de Entrega del Premio Leteo 2005, aún se desperezaba de su siesta. Tal vez llovía, o amenazaba lluvia. Fuera lluvia, sudor o lágrimas, lo cierto era que varios miembros del Club Leteo corrían empapados de un lado para otro tratando de dar salida a su histeria y, de paso, solucionar los últimos detalles: «¡Dónde están los ploters!», «¿Alguien ha fotocopiado el dossier de prensa?», «¡¿Cómo que la traductora está en un atasco?!» Mal que bien, la rústica maquinaria del Club se puso en marcha. Michel Houellebecq, el escritor que en 1998 dejó inaugurado para la Literatura el siglo XXI, tuvo unos minutos para deshacer su maleta y refrescar su frente, y poco después se dejaba conducir al centro de la mesa instalada para la rueda de prensa como un niño se deja llevar al colegio cuando acaba el verano. Los periodistas pudieron garabatear en sus libretas los titulares anhelados -sesgados, tendenciosos e imperfectos como es vieja costumbre-, mientras los clientes del Hostal San Marcos preguntaban si tanto revuelo se debía a la visita de algún primer ministro. Poco más tarde, la azafata jefa del Auditorio Ciudad de León -Marco Elegido Para La Celebración Del Solemne Acto- ponía el grito en el cielo al ver al impasible Clément tirar de su amo en dirección a la platea. El rifirafe inevitable, en el que participaron varios tipos de autoridades, portavoces y un señor que pasaba por allí, se saldó como no podía ser de otro modo: palmadas, excusas, sonrojos. Michel Houellebecq supo al fin que el Leteo no sólo es un río mitológico y el título de un poema de Baudelaire, sino también 5,7 kilos de bronce fundido a facturar en el equipaje de vuelta; así mismo, comprobó que los miembros del Club homónimo eran un grupo de jóvenes cada vez menos jóvenes que, pese a no saber francés, habían empapelado la ciudad con su retrato y estaban dispuestos a emborrachar a su galardonado costara lo que costase, así como a beber de su boca hasta el suspiro final. De este modo, el niño reencarnado Clément y su padre adoptivo trasnocharon, maltrataron sus músculos y sus vísceras, soportaron la ruda hospitalidad del Club y aún les sobró paciencia para firmar libros y mantenerse en pie en sucesivos «actos culturales», entre los que figuraba la inauguración de la exposición colectiva de escultura Partículas elementales, 21 escultores traducen a Houellebecq. Si es cierto que ser una «estrella de la literatura» lo convierte a uno en un ser inaccesible, inspirador de miedos, recelos y diatribas, no lo es menos que en León, durante las V Jornadas Culturales Leteo (véase www.clubleteo.com), Michel Houellebecq, estrella polar de las letras en estos comienzos del nuevo milenio, hubo de soportar el peso de muchos brazos sobre sus hombros, pudo brindar con el alcohol de su gusto y nunca solo, y no fue objeto de más reverencias que las debidas a la ebriedad. ¿Algo demasiado poco serio para tratarse de literatura? La mejor literatura, como dijo Albert R. Thomas, sólo puede ser aquélla que empiece poniéndose a sí misma en tela de juicio. Y así pudimos ver a Houellebecq riéndose de sí mismo ante el espejo que le puso delante el actor que interpretó, durante su visita a la citada exposición, algunos de los más bellos pasajes de Ampliación del campo de batalla . Así también preferiremos recordarlo, aunque no escaseen las instantáneas que ha de arrastrar, antes o después y pese a quien pese, el río del olvido. Entre ellas: Houellebecq paseando a su perro bajo los plataneros de la Avenida Condesa de Sagasta, Houellebecq susurrando tiernos misterios al oído de la traductora francesa: Ann La Bella, Houellebecq masticando su tercer cigarrillo durante la interminable rueda de prensa, Houellebecq sentado en el suelo de cierto restaurante, haciendo corro con los miembros más golfos del Club Leteo en torno a la estatuilla; Houellebecq cabeceando de puro agotamiento frente a una jarra de cerveza en el último bar abierto de la ciudad, Houellebecq apoltronado sobre un sofá mugriento en la casa del presidente del Club, firmando su propio final en la portada de The Children's Book of American Birds, la penúltima publicación de Ediciones Leteo... Y así podríamos seguir mientras dure la resaca de unos días en los que los poetas del Club Leteo jugaron a ser dioses y, por una vez y sin que sirva de precedente, ganaron. Y si no, consultar hemerotecas al respecto.