Diario de León

TRIBUNA

La nación española y la España de las naciones

Publicado por
LAUREANO M. RUBIO PÉREZ
León

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Cada vez más se pone de manifiesto que el poder y los que lo detentan no sólo tienen la función de dirigir, tutelar, organizar y solucionar los problemas de los ciudadanos y ciudadanas a quienes dicen representar, sino que conforme a sus intereses personales y partidistas se dedican a crear problemas y a difundirlos hasta lograr que por diferentes razones los ciudadanos los tomen como suyos y se olviden de otras reivindicaciones más importantes. De un tiempo a esta parte el gran problema de este país o de esta nación llamada España no es la subida de los carburantes, el empleo temporal y la explotación juvenil o la sanidad, sino la reforma de unos estatutos a fin de que en base a unos supuestos derechos históricos se reconozca a determinados territorios la condición de nación y plena capacidad fiscal y económica. A este paso el Estado español se va a quedar sin competencias y se va a hacer real lo que alguien dijo: España es una realidad territorial unida por el Corte Inglés. No se si la España de las autonomías fue un grave error histórico o una necesidad del momento y del sistema dominante en el cambio de régimen político, lo que sí parece claro y cada vez se irá demostrando es que se hizo mal y no se sentaron las bases definitivas de un proyecto a largo plazo que evitase que determinadas autonomías lleven muchos años haciendo chantaje político al estado y al resto de los españoles. El problema actual de España no está tanto en las pretensiones de unos y otros; en una división autonómica que no permite la marcha atrás o que se hizo mal y perjudicando a territorios históricos como los adscritos al más viejo de los reinos, el Reino de León, el problema está en que de una vez por todas alguien debe de poner orden y hacer ver que España, la nación española, es una múltiple unidad, una realidad forjada durante muchos siglos por todos: leoneses, castellanos, vascos, granadinos, andaluces, aragoneses, catalanes, etc. Pues bien, si esto es así ya es hora de que se le haga ver a una parte de estos, paradójicamente los que más se han beneficiado durante siglos de esa unidad, que esta realidad y ese proyecto común sólo se puede romper desde el mutuo consentimiento de todos y no en función de los intereses de una parte. El problema, pues, no está tanto en el término nación, sino en la tangible realidad de una unidad territorial y humana llamada España. El término nación, como cualquier otro término histórico tiene un significado teórico y otro práctico. Así, si consideramos que teóricamente la nación es una unidad en la que se combinan elementos políticos, territoriales, sociales, económicos y culturales, especialmente la lengua, Cataluña puede considerarse en teoría como nación o nacionalidad histórica, pero una cosa es ese reconocimiento teórico y otra muy distinta la realidad práctica multisecular y que en la actualidad eso se recoja en un texto oficial que forma parte del engranaje del Estado Español. Para entender el verdadero significado de la nación española y de la pretendida nación catalana o vasca hay que pasar de la teoría a la realidad práctica y al proceso histórico seguido por esa unidad territorial, humana, política, social y cultural llamada España, forjada durante siglos y mediante un proceso en el que se fueron implicando todas las generaciones de los que posteriormente y después de varios siglos llegaron a considerarse españoles y a adquirir un sentimiento nacional. Desde el siglo XVI Hispania se consolida como unidad territorial y política ante los ojos de los otros estados europeos y como tal se inicia un modelo común de relaciones exteriores, de diplomacia y de lucha por la unidad territorial y por unos intereses económicos que afectaban tanto a la corona, como primera institución del estado, como al conjunto social que estaba dentro de esa unidad territorial y bajo el vasallaje de una misma monarquía. Las guerras que mantuvo la monarquía española y sus súbditos a partir del siglo XVI, aunque costeadas en buena medida por la Corona de Castilla, se hicieron con el fin de conservar la integridad territorial de los territorios patrimoniales de la monarquía hispana y para salvaguardar los intereses económicos de sus pueblos y reinos. Los catalanes, al igual que el resto de los reinos de la Corona de Aragón se beneficiaron de esa política exterior llevada a cabo por la monarquía y por el Estado Moderno. Durante los siglos XVI y XVII los diferentes reyes de una España que ya era considerada desde fuera como un estado y una nación, respetan la autonomía administrativa y financiera de los reinos de la Corona de Aragón, pero el componente social sentimental de un proyecto común, iniciado con Felipe II, se va consolidando a partir de los proyectos y la visión de Olivares en su intento de forjar un rey de España y no sólo de sus reinos. Ahora bien, la clave de todo este proceso está tanto en el cambio de dinastía, como en la derrota de los reinos de la Corona de Aragón en la Guerra de Sucesión. Si bien Felipe V y la Nueva Planta les privaron de su autonomía administrativa imponiendo el modelo centralista castellano, las élites sociales y en especial la burguesía catalana fueron los grandes beneficiados del nuevo marco y proceso económico, pues no sólo se le abrieron los mercados castellanos y americanos, sino que rápidamente se pusieron al amparo de la protección de la monarquía española y de alguna forma fueron los grandes beneficiados del reformismo ilustrado. En esta tesitura tanto la burguesía catalana y vasca, como su sector industrial, tendrán un buen apoyo en la producción y en la comercialización tanto en la corona y las otras instituciones del Estado, como en el resto de los españoles. Así pues, la guerra y los ataques externos a los intereses económicos, la profesión de una misma fe o religión y los intereses comunes, especialmente los de los más ricos, forjaron definitivamente en el siglo XVIII esa unidad de identificación común y el elemento sentimental de pertenecer a un mismo proyecto, a un mismo país y a una misma nación llamada España que adopta sus propios símbolos en los que se recoge el patrimonio histórico de los diferentes reinos. En el siglo XIX nuevamente serán la burguesía catalana, la vasca y la aristocracia terrateniente castellana los que pacten un proyecto político en el que los reyes ya se intitulan reyes de España y donde se fragua el futuro: las regiones interiores cada vez más atrasadas en torno al sector agrícola y con un importante potencial humano dispuesto a emigrar como fuerza de trabajo barata y el País Vasco y Cataluña recibiendo todos los apoyos institucionales, incluidos los de Franco, para llevar a cabo la revolución industrial y el enriquecimiento de su burguesía con el sudor y el ahorro de los primeros. Pues bien, en todo ese proceso y a partir de una unidad territorial (fronteras) y política, desde la impronta de la defensa común frente al enemigo, al extranjero, de la formación progresiva de empresas y proyectos económicos comunes, desde la tutela de una misma monarquía y desde la formación de una personalidad que, sin olvidar sus raíces u orígenes territoriales diferenciales, fue adoptando una cultura, unas creencias y unas actitudes ante la vida y la muerte comunes y definidoras de lo conocido desde el exterior como español, se logra en un largo proceso la aceptación de pertenecer a una misma comunidad, a un mismo pueblo, a una misma cultura y a un mismo sentimiento nacional que definen, frente al extranjero, la nacionalidad española. No es de recibo que se diga que oponerse al estatuto catalán es oponerse al pueblo catalán, ni lo es el de hablar de relaciones entre los vascos o catalanes y los españoles, pues todos, queramos o no, fueron y somos españoles. En modo alguno se pueden invocar derechos históricos para romper un estado y una nación, de las más antiguas de Europa, llamada España. Y debe recordarse que la España rica es lo que es gracias al esfuerzo, sacrificio y ahorro de sus habitantes, pero también y sobre todo de esa España despoblada o pobre y paradójicamente denominada como «no histórica».

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