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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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EMPEZÓ a jugar como Dios antes de que Dios le echara una mano en aquel gol de pura artesanía. Era un pibe muy espabilado, con los dos únicos dones de la pobreza y la sonrisa hasta que empezó a darle al balón en los arrabales donde la ciudad deja de llamarse con su nombre, entre los yuyos y la alfalfa, por caminitos que el tiempo ha borrado. Diego Armando Maradona tenía escondido al mago Merlín en la pata izquierda. Se lo trajeron de Argentina pródiga a Europa, que no suele dar gente así. De las cuatro coronas -Di Stéfano, Pelé, Cruiff y él- sólo un Emperador nació en el llamado Viejo Continente, que por cierto tiene la misma edad que los otros. La historia de Dieguito es archisabida. Pasó de los verdes prados rectangulares a la mitología. Se ha quedado en la leyenda y en los cromos infantiles. Cuando jugó en el Barça estuvieron a punto de canonizarlo y cuando jugó en el Nápoles quisieron reemplazar la hornacina de San Genaro y encaramar al Pelusa, que licuaba la sangre de los hinchas todos los domingos. Después emprendió rutas malas. Muchos amigos nuevos de toda la vida. Muchos aduladores. Engordó como si todos sus éxitos se alojasen en su cintura. Y las drogas y los líos y el desastre. Su amigo, el presidente cubano Fidel Castro le ayudó. Consiguió driblar a la heroína, a la cocaína y a otros asesinos y ahora es, además de historia de fútbol, historia de una redención. Ya, cuando se retrata con Fidel, no parecen don Quijote y Sancho. Ha recobrado la línea y la línea de conducta. Lástima que ahora haya descubierto también a Chávez, el anacrónico y eufórico caudillito venezolano. Ha cambiado el área de penalty por el área política y quiere ser un líder. Como aquel banderillero de Joselito que de viejo era alcalde de su pueblo, si le preguntan que cómo ha llegado a eso, puede contestar con una sola palabra: «descendiendo».

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