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Publicado por
CARLOS ANTONIO BOUZA POL
León

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Un poeta que se ganó la vida en las finanzas, en la contabilidad, en la administración y en la gestión económica, en la fabricación y comercialización de «productos de lujo», con gran valor añadido, en grupos multinacionales alemanes y holandeses del sector químico e industrial, con importantes resultados en I+D+I, piensa que, desgraciadamente, hay demasiados tertulianos y opinadores que, sin apenas fundamento, llevan años asegurando categóricamente que la economía española necesita mano de obra extranjera para mantener el crecimiento del PIB y sacar adelante «aquellos trabajos más ingratos que los nacionales no quieren realizar». Nos están engañando. Mejórense, sustancialmente, las «penosas condiciones de trabajo» que no están dispuestos a soportar los «nativos» y verán como se acaba con esa gran falacia que, en el fondo, lo que pretende es sustituir a la fuerza de trabajo «nacional» (que empezaba a liberarse de la precariedad) por otra fuerza extranjera dispuesta a esclavizarse. Si España fuera un país serio, se esforzaría en mejorar las condiciones de trabajo de sus naturales, especialmente de los menos cualificados, que acaban siempre pagando los platos rotos y las alegrías sin fundamento de una economía mal dirigida, y prostituida con la complicidad y el apoyo de algún sindicato. Es paradójico que sea la «derecha» la que se opone a la entrada masiva de inmigrantes y, por el contrario, las fuerzas de izquierda anden encantadas con tanto invasor e ilegal sin papeles. Si los ricos y los empresarios son la «derecha», en buena lógica, deberían ser los más interesados en favorecer la entrada de mano de obra barata y dócil. Pues no. Son las «izquierdas», precisamente, las que se dicen progresistas, las que están demostrando que no tienen ningún interés por la «mejor vida» de su base electoral nacional, abriendo las puertas a la inmigración pensando únicamente en el beneficio a corto plazo, pues sus dirigentes saben perfectamente que si suben las rentas de trabajo y la cualificación profesional de sus votantes, acabarán por derechizarse. Por eso buscan disponer de muchos nuevos «marginados laborales y sociales» para que les voten en el fututo. Aquella vieja frase que decía: «No hay nada más tonto que un trabajador votando a la derecha» debería actualizarse y decir con mayor propiedad: «No hay nada más contraproducente y arriesgado para un trabajador que votar a la izquierda». De esto parece que ya empiezan a enterarse los mineros bercianos. Miserable país es el que pretende mantener su desarrollo económico abaratando el despido y los costes laborables de los obreros, incorporando al siempre precario y desequilibrado mercado de trabajo, a grandes contingentes de trabajadores sin ningún poder reivindicativo, obligados a aceptar condiciones que los naturales del país pretendían superar. Los malos dirigentes políticos siguen siendo partidarios de romper por la base las condiciones de trabajo, y no quieren saber que la verdadera competitividad, en la economía y en la empresa, hay que buscarla por arriba, con una buena gestión de recursos humanos. Los jefes, los que están más arriba y más cerca del vértice de la pirámide, son los que tienen que funcionar mejor y dar buen ejemplo moderando sus rentas ¿Qué clase de izquierda es esa que nada hace para frenar los altos costes y la inflación que producen? Nuestra economía sería más competitiva si la gestión de las cuentas públicas del estado, de las autonomías, de las diputaciones y de los ayuntamientos sirviera de estímulo complementario a la actividad productiva del sector privado, y no un lastre insalvable. Perdemos poder de «penetración» en los mercados extranjeros y sigue aumentando el déficit comercial que «disfrutamos». Vivimos por encima de nuestras posibilidades reales aparentando más de lo que somos, gastándonos los ahorros y metiéndonos en deudas. Consumimos más de lo que producimos y crece la inflación porque no damos abasto para satisfacer nuestra desaforada y desbocada demanda interna. Crecemos sólo por el consumo, por el consumo privado y, sobre todo, por el enorme despilfarro del gasto público que supone tener que mantener a lo grande a más de quince millones de personas que dependen de los Presupuestos Generales. No se trata de que los Presupuestos sean más o menos expansivos, sino más realistas, equilibrados, y realizables. El gasto corriente siempre es gasto, pero si está bien orientado y gestionado, puede llegar a considerarse como que deja de ser gasto y pasa a ser inversión productiva. De igual manera, toda inversión productiva que esté mal planificada, mal dirigida y mal realizada, acabará siendo el peor y más estúpido de los gastos. Parece de perogrullo, y lo es, pero la Administración no lo quiere entender, y los dirigentes todavía no han dedicado «un par de tardes» a su estudio. En economía, el único milagro posible es el que se deriva de una buena gestión. Hay que exigir eficacia en la gestión porque es la única panacea. Los poderes públicos tienen la obligación inexcusable de demostrar, permanentemente, que saben gastar bien. De no ser así, cuanto menos recauden mejor, mejor para todos los administrados. Este es el asunto esencial donde deberíamos presionar todos, muy especialmente las organizaciones empresariales, y dejar ya de insistir tercamente, año tras año, culpando sistemáticamente a los salarios y a la supuesta rigidez del mercado de trabajo, de todos los problemas que afectan a nuestra economía. Esos cinco millones de inmigrantes que hasta ahora nos han invadido, lo que más aportan a la economía española es un gran desequilibrio financiero y una inmensa hipoteca que nos costará muy cara desde el punto de vista social, político y económico. Su aportación al PIB no es más que pan para hoy y hambre para mañana. Estos políticos nuestros, tan desorientados que no saben donde tienen la mano izquierda y además confunden los colores, deberían estudiar y tratar de entender lo que viene pasando en Francia. Parturiunt montes, nascetur ridiculis mus (traduzco, señor Zapatero: Paren los montes, nacerá un ridículo ratón). Y ya en el colmo de la generosidad me permito explicar que se trata de un Pensamiento de Horacio (arte poético, 139) que se aplica como burla cuando a grandes promesas siguen resultados ínfimos o ridículos.