DESDE LA CORTE
La manía de lo discreto
EL PRESIDENTE del Gobierno es el único animal político que no tropieza dos veces en la misma piedra. Tropieza decenas de veces. Gran parte de los disgustos que ha tenido en el ejercicio de su cargo se han debido a la misma nimiedad: celebrar reuniones secretas -que, en cuanto se descubren, se llaman «discretas»- en su despacho. Lo malo es que al final todo se sabe, y el señor Zapatero tiene que pagar un precio por tales reuniones. Ocurrió con algunos de sus encuentros con dirigentes vascos y catalanes. Y ahora acaba de ocurrir con el presidente de la Comisión Europea, el señor Durâo Barroso. Repitamos, de entrada, lo dicho en otra ocasión: que el presidente del Gobierno, de cualquier gobierno, tiene todo el derecho del mundo a mantener reuniones secretas con quien quiera, incluído Carod-Rovira y, si me apuran, Arnaldo Otegi. No está escrito en ninguna parte que todas las personas que almuerzan, cenan, toman copas o juegan al mus en La Moncloa tengan que hacerse la foto, salir en los periódicos o hacer declaraciones al abandonar el palacio. Ahora bien: cuando se trata de personalidades de relieve o el tema tratado afecta a intereses nacionales, lo mínimo que tienen que garantizar anfitrión e invitados es que nadie se entere. De lo contrario, está garantizado el escándalo. Por lo menos, el follón político. Así ocurrió con la cena con Durâo Barroso. Se celebró el día 6 y se conoció ayer. Hubo doce días de silencio por medio, que debe ser lo que aguantan los conocedores del encuentro. ¿Y qué ocurre cuando se rompe la discreción? Que surge el rumor. Por cierto: casi siempre acertado. La señora Fernández de la Vega tiene que salir a decir eso del «ámbito de la total normalidad», y otros portavoces hablarán de «contactos habituales». Pero la fuerza de los hechos es contundente: una semana después de la cena, Bruselas se lavó las manos en relación con la opa de Gas Natural y dejó la decisión final en manos de la autoridad española. ¿Simple casualidad? Ésa será, probablemente, la respuesta de Zapatero a Rajoy en el Congreso. No seré yo quien lo desmienta. Pero sí digo: que es tanto el interés del Gobierno en tener la última palabra en la opa, que resulta sospechoso; que no todo es limpio, cuando una visita tan importante a la Moncloa se silencia; y que, en consecuencia, tenemos todo el derecho a pensar que no es verdad la pureza de la operación, sino que estamos ante una acción política que apesta. Como, además, La Caixa perdona intereses de créditos a quien tiene que autorizar ese inmenso negocio, este cronista ya no sabe distinguir dónde empieza lo político, ni lo técnico, ni lo que es peor: lo ético. Y todo, por hacer las cosas como profesionales de la chapuza.