Diario de León

TRIBUNA

El niño, sus derechos... y sus deberes

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EL 20 DE NOVIEMBRE de 1959, un mes más tarde que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobara los Derechos del Hombre, la propia ONU adoptó la actual Declaración de los Derechos del Niño (10 puntos). Esta Declaración venía a ser el compendio de la Declaración de Ginebra (UIPI,1923) y de la Carta Mundial de la Infancia (1924). La última modificación-ampliación, llamada Convención sobre los Derechos del Niño, data de la 44/25 Sesión de las Naciones Unidas, fechada el 20 de noviembre de 1989 y que entró en vigor el 2 de septiembre de 1990. Estos son, resumidos, los datos históricos del evento que cada año celebramos internacionalmente el 20 de noviembre y que, por cultura elemental, conviene recordar. Hace ya más de 30 años, participando en el 18 Congreso Internacional de Psicología en la ciudad de Montreal (Canadá), la Casa Lafayette nos presentó como gran novedad a todos los congresistas un ordenador programado para dar respuestas a un sinfín de preguntas. Un joven colega quiso poner a prueba la inteligencia del artefacto y le preguntó: «Dime, ¿qué es una mujer?» y, seguidamente, en la pantalla del ordenador apareció (en francés) este mensaje: «No me preguntes tonterías; tú sabes mejor que yo lo que es una mujer». Todos los asistentes celebramos la respuesta con una carcajada. Fuera ya de la humorística, saber lo que es una mujer, un varón, resulta muy difícil para los propios seres humanos e imposible para un ordenador, por muy programado que esté; pero saber lo que es un niño, amén de lo que dice en su artículo 1º la última Convención (menor de 18 años), es tarea que resulta, si cabe, aún más difícil. Hay mucha gente que piensa que con preguntárselo a un psicólogo, éste, cual ordenador mágico, le proporcionará una sabia respuesta. Yo, por supuesto, no les contestaré como el ordenador de marras, diciendo que su pregunta carece de sentido. Sencillamente les diré que es una pregunta nada fácil de contestar de forma clara y concisa; pero, si aunamos los conocimientos de ustedes y los que nos proporciona la Psicología, ciertamente nos acercaremos a la respuesta correcta. Desde luego, un niño o una niña no son 6, 15 ó 40 kilos de carne armónicamente distribuidos, ni tampoco una mujer o un varón en miniatura. Un niño o una niña es ante todo y sobre todo una «persona humana», radicando en ello su grandeza (PER) y su miseria (humana=de humus, de tierra). Su grandeza estriba en ocupar la escala más alta (de ahí el superlativo «per») dentro de los seres creados, y su debilidad, por lo que supone estar hecho de «humus», de tierra. Hablando de Derechos del Niño, me posiciono claramente a favor de las exigencias de la excelencia, para que desde el primer momento de la gestación se le proporcionen las mejores condiciones de vida, haciendo realidad lo que potencialmente le conceden las leyes. Dedicamos tiempo a lo que valoramos y consideramos como muy importante. Pues bien, por unas razones o por otras¿, lamentablemente, hoy, aquí y entre nosotros, seguimos teniendo niños y niñas a los que ni se les gestó adecuadamente, ni una vez nacidos, se les ha dedicado el mejor tiempo, el mejor cuidado, la mejor atención por parte de sus progenitores biológicos. El resultado, ahí está: un número nada despreciable de niños, niñas y adolescentes que ni son felices, ni cultos, ni educados, ni respetuosos¿, más bien, todo lo contrario. ¿Qué ha pasado y qué sigue pasando? Ante todo, y aunque resulte obvio, lo repito: un niño (hijo o hija) no debería ser nunca el efecto colateral e indeseable de una relación sexual irresponsable. La maduración y el equilibrio personal, derecho elemental de toda persona que viene a este mundo, suponen tiempo, atención y cuidados de calidad. Cuando un bebé llega al mundo antes de las 36 semanas de gestación, normalmente suele tener menos peso del debido y puede presentar niveles de inmadurez que los técnicos especialistas en neonatología suplen ingresándolo en ese útero artificial llamado incubadora¿ Pero¿, yo prefiero, siempre que sea posible, las gestaciones naturales y a término. Lo de las incubadoras, ya lo escribí en otra ocasión, cuando se generaliza, acaba creando problemas hasta a los «pollos»; de ahí que la sabiduría popular distinga perfectamente entre el pollo de corral «empollado» por la gallina clueca, con calor de madre, y el pollo de granja, «empollado» en la máquina eléctrica. Hay muchas e importantes diferencias a favor del «corral y la clueca» (el hogar familiar natural). Y, si hoy se trabaja contra reloj para librar a los pollos de la gripe aviar, espero que no nos olvidemos de vacunarnos contra la más peligrosa «gripe familiar». ¡Se entiende! Aquí entra en juego la filosofía de los valores que cada uno de nosotros tenemos, pues las respuestas de las personas tienen mucho que ver con sus escalas de valores. En la medida en que el niño o niña, como personas humanas, sean considerados con un valor más o menos alto, así será nuestra respuesta al respecto: respuesta de respeto, de aprecio, de calidad en la dedicación y en el tiempo que les ofreceremos. Hace ya bastantes años, el doctor Pérez Yupanqui escribía en el Diario de León que, entre nosotros, «hay muchos padres que son como mulas cargadas con alforjas de oro, y no se han parado a meditar que los niños necesitan más el cariño que el dinero». Considero acertadísima esta afirmación del doctor Pérez Yupanqui, porque pone el dedo en la llaga: es más fácil dar dinero (cosas: móvil, ropita de marca, moto, etcétera), que dedicar tiempo para jugar juntos o para conversar y proporcionar mucho cariño. El mismo doctor, en el citado artículo afirmaba que «en el noventa por ciento de los casos, son los padres y no los hijos quienes necesitan ir al especialista». Hago mía también esta afirmación y la amplío: cuando un niño, un adolescente, tiene un problema, no deberíamos explorar sólo al menor, sino que deberíamos preguntarnos: ¿qué familia y qué entorno familiar hay detrás de ese menor que sufre un determinado trastorno anímico o conductual?; ¿qué escuela, qué «seño», profesor, tutor¿ hay detrás de esa criatura que vomita todos los días en el colegio, se hace pis, que no quiere ir al colegio? Y, si es adolescente, ¿por qué ciertos alumnos faltan siempre que pueden a determinadas clases?, ¿qué calidad de relaciones se dan entre los compañeros de aula y entre sus profesores? El francés R. Debré ha afirmado que el niño es un descubrimiento moderno. Yo sigo teniendo la impresión que hoy en día, para muchísimas personas (padres, madres y agentes sociales con altas responsabilidades de Estado) el niño sigue siendo un perfecto desconocido; de ahí los malos tratos, de ahí el abandono. Y cuando hablo de abandono, no me refiero a dejarlos en un contenedor de basura, no. Es abandono no atreverse a decirles «no», cuando tenemos obligación de decirles «no», aunque lloren y pataleen. Hay palabras, cargadas de significado y valor positivo, que debemos rescatar en el vocabulario pedagógico-educativo, tanto en familia como en el colegio y en el instituto, usándolas adecuadamente y en las dosis pertinentes: frustración, esfuerzo, orden, respeto; todas nos van a ayudar a adquirir la autonomía conveniente, la solidaridad necesaria y la alegría indispensable. Si estos valores fallan, porque los adultos no se los inculcamos, por dejación y desidia, vamos a tener generaciones aborregadas, solitarias y deprimidas, es decir, unos perfectos inútiles, a los que habremos engañado al enseñarles sólo una cara de la moneda: sus derechos, olvidando el reverso de la misma: sus deberes.

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