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Publicado por
FERNANDO ONEGA
León

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CUANDO hace treinta años enterraron a Franco en el Valle de los Caídos, le pusieron encima una losa de varias toneladas. Debajo no quedaba sólo el que había sido jefe del estado o dictador, según las querencias. Quedaba todo lo demás: su forma autoritaria de practicar el poder, su suprema desconfianza en la sociedad y una drástica división entre españoles fieles y rebeldes. Ese fue el esquema sobre el que se había sostenido el andamiaje del régimen. La pregunta que hemos hecho a lo largo de este tiempo es por qué esos fieles, que tanto poder acumulaban en el Ejército, la Iglesia o las finanzas aceptaron el desmontaje del régimen, y por qué los rebeldes asumieron la nueva situación sin ansias visibles de represalia. Hay multitud de explicaciones: había una clase media que no quería aventuras; el recuerdo de la guerra era tan dramático, que nadie quería tentar su fantasma; y, sobre todo, el Rey y Suárez combinaron con maestría una autoridad y una cintura que permitieron dominar intentonas golpistas, encauzar sueños separatistas y fomentar el espíritu de tolerancia. Visto ahora, era como si el poder que sucedió a Franco no tuviera ideología de partido. Sólo tenía ambición democrática. Y algo más: la clase política. La denostada clase política. Era más generosa que la de ahora. Da igual que hablemos de los exiliados como Carrillo y Tarradellas, o de hombres que habían servido al régimen, como Fraga: eran dirigentes capaces de renunciar a sus principios y convicciones más profundas con tal de conseguir un esquema válido para todos. Ese talante -porque ése sí era un talante- hizo posibles la Constitución, los Estatutos o el que viéramos sin sobresalto a Pasionaria en su escaño del Congreso. Ahora hay intentos de remover la losa. Hay iniciativas políticas de sacar de allí los restos de Franco, como se han retirado sus estatuas. La política no tiene nada de ultratumba. Pero este cronista sólo quiere subrayar una casualidad: al tiempo que se lanzan esas ideas, se empieza a producir el deterioro de todo aquello que hizo posible el tránsito. Los nacionalismos, relativamente tranquilos durante esta generación, empiezan a sentirse incómodos en el Estado. Los rebeldes ante Franco dan síntomas de querer cambiar la legalidad. Ilustres dirigentes hablan de «cambio de régimen». Y la generosidad de aquella clase política propicia al cambio y a asumir la realidad social ha desaparecido. Los principios ideológicos se vuelven a imponer a la tolerancia. Hasta tal punto han cambiado las actitudes, que hay quien dice que, con los dirigentes de hoy, no hubiera sido posible la Constitución del 78. Y todo coincide con los intentos de remover aquella losa. Eso es lo que da miedo.

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