TRIBUNA
Y el canciller Schröeder lloró...
La formación del nuevo gobierno alemán debería hacernos reflexionar a los españoles si logramos hacer un hueco en nuestras agendas y encontramos tiempo para mirar por encima de las bardas y advertir que en el horizonte hay algo más que naciones, idiomas perseguidos y derechos históricos preteridos. Porque es el caso que desde las orillas del Rin nos llegan algunos mensajes que, a mi juicio, no deberíamos pasar por alto. Es el primero el de la colaboración entre los dos partidos mayoritarios. Téngase en cuenta que los socialdemócratas podían haber seguido gobernando con los verdes más los ex comunistas de la antigua DDR. Pero los alemanes han tenido muy cerca a los comunistas (tras un muro y unas alambradas) y por ello no son unos compañeros de singladura especialmente deseados. La opción se hace pues en favor de las grandes formaciones. Y es que, si es un hecho que las fronteras ideológicas se hallan difuminadas en Europa ¿no es lógico que en un país como Alemania se unan quienes tienen detrás al ochenta por ciento del electorado para gobernar en común si se quieren emprender reformas de calado? Las diferencias entre democristianos y socialdemócratas o, si se quiere expresar en términos más generales, entre «conservadores» y «progresistas», se airean por los dirigentes políticos con el único designio de tener atrapadas a sus respectivas clientelas en los procesos electorales pero todos sabemos que no resisten el menor análisis. Me refiero a las diferencias sobre asuntos serios, no sobre cuestiones adyacentes o problemas artificialmente creados. Hace poco entrevistaban en una cadena alemana a un empresario importante que ya ha doblado el cabo de los ochenta años (el señor Würth) quien, a la vista de la gran coalición, afirmaba al periodista: «créame usted que me he leído los programas de ambas organizaciones y le puedo asegurar que no he encontrado nada sustancial en ellos que justifique el mutuo alejamiento». El segundo dato que quiero destacar es el rigor con que se ha elaborado el programa de gobierno. Se han reunido durante casi un mes, en sesiones de horas y horas, las cúpulas de los partidos apoyados por subcomisiones de expertos y, fruto de tales trabajos, es un documento extenso -más de doscientas páginas- que aborda los grandes problemas a los que ha de enfrentarse la coalición. Allí están el paro, las prestaciones sociales, los impuestos, la educación, la sanidad, las carreteras y los trenes, la reforma del sistema federal... todo ello con una minuciosidad acusada, sin dejar muchos cabos sueltos. Veremos lo qué pasa en la práctica porque son abundantes las trabas que dificultan el camino pero el método es lo que debe realzarse en este momento. Rigor pues y, un beneficio añadido, publicidad: el documento está en la red y cualquiera -que sepa alemán- puede consultarlo. A anotar asimismo un alivio para quienes leemos desde España: ni una palabra sobre «profundizar el autogobierno», ni una palabra sobre «naciones sojuzgadas» ni sobre territorios o lenguas irredentas. Ni una: así, como suena. Lo juro. Tercer aspecto: la despedida oficial del canciller Schröder se hizo en una ceremonia muy emotiva que los alemanes llaman «toque de retreta» (Zapfenstreich) y que es un homenaje dispensado por el Ejército al político relevante que desaparece del escenario. Se celebró en Hannover, patria chica de Schröder, y allí se vio un breve desfile y se oyó el himno -cantado por todos- y a una magnífica banda militar de música. Como fondo, la preciosa «procesión de antorchas» a la que los germanos son tan aficionados. Una vez concluidos estos actos, tuvo lugar una recepción en la que estuvo presente el mundo político, cultural, económico, la gran sociedad alemana. Previamente, el presidente de la República, que no pertenece al partido político de Schröder, se deshizo en públicas alabanzas al canciller saliente. ¿Extraña pues que a Gerhard Schröder se le saltaran las lágrimas? Confieso que, al seguir esta ceremonia por el primer canal de la televisión alemana, sentí una desazón extrema. ¿Cómo podía evitar comparar el espectáculo con el nuestro hispano? Adolfo Suárez era un «choriso» y se marchó abucheado desde el graderío. Ha sido necesario que contrajera una enfermedad terrible para que los mismos que le dedicaban los peores insultos se deshagan ahora en gratitud y zalamerías. Felipe González no acabó ante el Tribunal Supremo de casualidad porque muchos lo desearon con entusiasmo. A José María Aznar se le intentó llevar, ya no ante el Supremo español, que parecía grano de anís, sino ante una jurisdicción internacional para responder por sus crímenes de guerra. El único que se ha librado ha sido Calvo Sotelo, gracias a su fugaz paso por la Moncloa, pero sin que nadie le haya reconocido jamás mérito alguno. Espero, porque es amigo mío, que el actual presidente del Gobierno sea una excepción, aunque me temo que, si dura, abandonará el poder entre pitidos y la rechifla generalizada. Este es el panorama más allá y más acá de nuestras fronteras. Ciertamente no es para estar muy orgullosos. Menos mal que en breve estrenaremos nuevo Estatuto y, al menos, el papel en que venga envuelto servirá para secarnos nuestras lágrimas.