Diario de León

TRIBUNA

Así que pasen treinta años

Publicado por
ANDRÉS MURES QUINTANA
León

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EN NOVIEMBRE de 1975, justo ahora hace 30 años, muchas cosas empezaron a cambiar en España. Probablemente la principal, derivada de la muerte del general Franco, fue la instauración de la Monarquía (parlamentaria, pero por decisión personal del viejo dictador), y sucesivamente, la llegada a cuentagotas de la democracia constitucional. Ello fue así, porque después de cerca de cuarenta años de un régimen personalista y poco dado a veleidades democráticas, la implantación de libertades y de formas de gobierno que eran las normales en el mundo occidental y en gran parte del continente europeo, no era tarea fácil. Asimismo, y el tiempo nos ha dejado constancia, España, con sus particularidades regionales, personalistas, nacionalistas, y un largo etcétera, por no incidir nuevamente en el enfrentamiento multisecular entre sus gentes, no era precisamente el prototipo de país y sociedad, donde la convivencia institucional amparada en un régimen parlamentario fuera algo alcanzable de hoy para mañana. No es posible pasar por alto al recordar tiempos y situaciones, la contribución de la U.C.D. a la implantación del nuevo orden social y político. Y ello, pese a su pronto descarrilamiento. En aquellos tiempos críticos, y aun contando con la amalgama tan extraña de mentalidades y personajes (Suáez, Landelino, Abril Martorell, Óscar Alzaga, Roca, Punset, Cisneros, y un etcétera tremendamente alargado), la Unión de Centro Democrático supo estar en gran medida a la altura de las circunstancias en una etapa de la historia reciente de nuestro país marcada por la controversia, la confusión y la animosidad. Adolfo Suárez, acierto pleno de la Monarquía con su nombramiento, a pesar del riesgo que suponía tras el descalabro de Arias Navarro (un «desastre sin paliativos» en palabras del propio monarca), desmontó lentamente, desde dentro, un Régimen al que él mismo pertenecía. Nunca el Rey ha tenido un colaborador en las arduas tareas de estado y gobierno, con el que el entendimiento institucional, y personal, haya sido tan intenso y fructífero. Lamentablemente, esta estrecha colaboración no parece haber existido en los años posteriores, al menos con la pulcritud de la etapa Suárez. Con Felipe González hubo cordialidad y afectividad protocolaria. Mucho más no cabía; en definitiva el socialismo estaba enclavado en raíces profundamente republicanas. Aun así, la relación fue más que aceptable. Calvo Sotelo sí fue realmente «breve», lo que no da pie a interpretaciones, y con Aznar, ha existido un ten con ten brusco, y a veces áspero. En el haber de la Monarquía hay que destacar con mayúsculas su papel en la noche del 23 de febrero de 1983. Él, como jefe supremo de l os Ejércitos, dio la orden tajante de regresar a los cuarteles a los sublevados. La locura de Tejero apoyada en la sombra por más encartados, dio mayor dimensión a aquella asonada, que en otras circunstancias no hubiera pasado de borrón indigno, algo perfectamente asumible en una democracia aún débil e incipiente. Pero a día de hoy, y con la sucesión rapidísima de cambios institucionales, políticos, y los de hondo calado social, el papel de la Monarquía se está debilitando a un ritmo mayor del deseado. Algunos opinan que el papel del Rey ante los acontecimientos actuales ha debido ser más notorio visto a la luz del texto constitucional. Hay, lógicamente quien opina lo contrario. Y finalmente, los mayores detractores de la Monarquía (incluidos sectores de la derecha) aducen que el Rey ha llegado a ser en alguna medida comparsa del gobernante de turno. Y estas críticas se centran más en el momento actual, o para mayor entendimiento, desde la llegada de Rodríguez Zapatero al gobierno de la Nación. Porque no pocos analistas coinciden en señalar, que si en vez de nuestro paisano hubiese sido Bono el que hubiese accedido a la Presidencia, otro gallo cantaría en este país. El momento actual de España es sin duda delicado. No se sabe hasta qué punto, pues eso el tiempo lo dirá. Pero más a corto plazo que a largo los acontecimientos van acelerándose, y la incertidumbre de « qué va a pasar « está en la mente de una mayoría significativa de ciudadanos. La prueba de fuego del Estatut catalán ha desbordado todas las previsiones, y no hay duda alguna, que políticamente, pero sobre todo sociológicamente (y ello tiene más calado en la vida diaria de un pueblo), Cataluña ha dejado en buena medida de ser parte integrante de un territorio de corte autonómico-federal, y se ha convertido en un apéndice nacionalista prácticamente al margen de la Nación. No hay que esconder la cabeza, ni buscar aforismos definitorios en el diccionario para mostrar una realidad que está delante de nosotros desde hace ya tiempo. Y esto se constata visitando Cataluña año tras año. El que suscribe lo lleva haciendo desde hace más de veinte, y la cosa va a más, nos guste o no. E idéntico camino lleva el País Vasco, con la connotación añadida de un terrorismo sangriento que lleva dando alas mucho tiempo a un separatismo radical, con un fragmento durísimo y cruel de la misma sociedad vascongada. Esto hay que verlo, palparlo y vivirlo, para saber y conocer exactamente el problema y el drama del País Vasco. Hace escasos días, el ex presidente del Gobierno Felipe González, en una conferencia en Sevilla, sentenciaba que a España hay que verla y reconocerla a siete mil kilómetros de distancia. Y es que González se ha despachado a gusto, enjuiciando críticamente muchos aspectos de la situación actual española, en el curso de un reciente viaje por Hispanoamérica. España vive momentos difíciles, con un Gobierno debilitado que camina dando tumbos. Con un enfrentamiento entre partidos que convulsiona el escenario político, y con una contestación social a nivel de calle que no cesa. Mismamente, el panorama económico está más que revuelto. Las OPAS tienen parte de culpa, a lo que hay que sumar un déficit comercial galopante (alrededor del 42%), una elevación progresiva de la tasa de inflación, y una caída sustancial de las exportaciones. Operaciones financieras como la compra por parte de Telefónica de la operadora inglesa O2, ha merecido críticas severas de los analistas más renombrados. Y para que nada falte en este convulso panorama, obra personal y directa del Presidente del Gobierno, el enfrentamiento con la Iglesia a raíz de una serie continuada de medidas de diversa índole por parte del Ejecutivo, es la más grave desde la expulsión del obispo de Bilbao Monseñor Añoveros en tiempos, ya lejanísimos, del Almirante Carrero. La situación de España en el panorama internacional es confusa, y algún comentarista no ha dudado de tachar de esperpéntica. Hay cierta unanimidad en señalar que el ministro de Exteriores, señor Moratinos, no es un dechado de virtud diplomática. A lo que parece, el señor Zapatero no le va a la zaga. No es ya el distanciamiento con el Vaticano, incluso con el gobierno Blair; el gatillazo del presidente con la recién nombrada cancillera alemana, Angela Merkel, o el enfrentamiento manifiesto con Estados Unidos. La política de «hermanamiento» con regímenes dictatoriales como Cuba o Venezuela, que implica venta de armas en el caso del régimen chavista, puede acarrearnos disgustos antológicos en el curso de un futuro inmediato. La reciente advertencia del embajador U.S.A. debería hacer reflexionar al Ejecutivo socialista. Ciertamente, el señor Zapatero, que fue en su momento esperanza de renovación, no ha colmado las expectativas que en él se depositaron. Hoy, 18 meses después de su toma de posesión, hasta determinados sectores de cierto peso dentro de su propio partido, reviven con nostalgia la clausura del último congreso federal, mientras en la lejanía difusa y sombreada alguien agita un pasquín con la efigie de José Bono. Treinta años después, no sabemos si reír o llorar.

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