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Publicado por
RAFAEL TORRES
León

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POR TODO el hambre que pasó durante la Guerra en el Madrid asediado y en la posguerra, como víctima de la Victoria y portador del estigma del vencido, mi padre se desmayó entre sudores y fríos cuando, en 1942, alguien le invitó a un par de huevos fritos. Su organismo adolescente sólo valía ya para la penuria, pero aquél suceso tantas veces oído de sus labios me instruyó para siempre en los arcanos de la fatalidad. De la fatalidad de los desheredados, de los hambrientos, se entiende. Muchos de los supervivientes de los campos nazis de exterminio murieron, en las horas siguientes a su liberación, al ingerir el primer alimento digno de ese nombre. Aquellos espectros que habían sido médicos, albañiles, metalúrgicos o profesores hasta que la barbarie nazi les despojó de todo, lo habían resistido todo, el frío, las palizas, el trabajo agotador, las humillaciones, para sucumbir al final, cuando la luz clareaba al extremo del túnel, justo a causa de aquello que les salvaría. En La noche de los muertos vivientes , el último resistente del ataque de los resucitados, muere tiroteado, al ser confundido, por los que acuden a salvarle, y ayer mismo la prensa recoge el caso de la muerte por asfixia y aplastamiento de 45 personas en India cuando, hambrientos y exhaustos, hacían cola para recoger alimentos. Como en todos los casos, ésta gente de Madrás había sobrevivido al límite de sus fuerzas a sucesos terribles, las graves inundaciones de octubre en este caso, para sucumbir al pie mismo de la salvación. Una fuerte tormenta sobre la cola, el hambre desesperada y la fatalidad, esa fatalidad que va siempre cosida al sino de los pobres, dejó sin aliento a esos muertos vivientes frente al plato de huevos de los libertadores.

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