Diario de León

TRIBUNA

La magia de las Navidades

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La humanidad actual necesita -hoy más que nunca- creer en la magia de la Navidad. Esta época del año parece especialmente propicia, en nuestra cultura, para pensar en esa «humanidad común de los seres humanos». Por eso, quizás, viene a nuestras mentes con más frecuencia, en estos días, el deseo de vivir en un mundo más justo y solidario, en un mundo en paz. Por eso, a veces, en las guerras, las partes en conflicto acuerdan un alto al fuego, en estas fechas, como si -por arte de magia- los seres humanos despertaran de esa locura insensata en la que viven y recuperaran -al menos por unos momentos- su verdadera conciencia que les habla de su humanidad común, de que «los niños negros y los blancos tienen, ambos, la sangre roja». La Navidad es ese tiempo del año que recuerda al hombre la necesidad de creer en lo maravilloso, en lo mágico, en esa parte buena y noble que anida -en mayor o menor medida- en el fondo de todo ser humano. Si entre los adultos es más fácil creer en lo horrible que en lo maravilloso (como se lee en ese bello libro «Ami, el niño de las estrellas»), es porque los adultos hemos olvidado el mundo de los niños. A ellos les resulta más fácil creer en lo maravilloso porque no se han alejado de la naturaleza. Quizás por eso la Navidad se asocia, casi siempre, a la infancia, a esa imagen histórica y llena de un profundo simbolismo: la familia de Nazaret, con el niño, José y María, el asno y el buey. Imagen que está presente en muchos hogares y lugares públicos de nuestra sociedad occidental. Pero esta sociedad, acostumbrada a vivir sólo en lo externo, en un voraz consumismo y en la insensibilidad, apenas comprende el verdadero mensaje de esa bella imagen, que parece más bien un simple adorno navideño. La psicología moderna ha demostrado, de manera concluyente (sobre todo después de los trabajos de C.G. Jung), que la psicología del ser humano se apoya en una base común (lo que Jung llama «el inconsciente colectivo»). Todo ser humano es un miembro de la especie humana. Esa es la base de las declaraciones y los convenios internacionales de derechos humanos. Esta humanidad común debería ser la primera piedra de un mundo nuevo, sin guerras ni confrontaciones crueles, donde las diferencias (que las hay y las habrá, pues son inherentes a nuestra naturaleza), y sobre todo los conflictos (que también los hay y los habrá, porque vivimos en un mundo dual, en que el conflicto debería llevarnos a la armonía, como la noche nos lleva al día y la vida a la muerte, y viceversa) se intenten solucionar de una forma civilizada, mediante el diálogo, el respeto mutuo, la mediación justa y una pequeña dosis de buena voluntad. Esta última, la buena voluntad (que no ha de equivocarse con la buena intención -simple deseo débil y casi siempre insuficiente-) es, ante todo, eso: voluntad, es decir, fortaleza, valor, deseo de bien. Así entendida, la buena voluntad es hoy más necesaria que nunca, es una disposición abierta y positiva para todo diálogo entre los seres humanos, para todo tipo de negociación. Sin ella, la confrontación es inevitable, pues es imposible llegar a acuerdos; con ella, todos los conflictos tienen solución. Ese es el sentido de aquella buena nueva de hace dos mil años: «Paz a los hombres de buena voluntad». La magia de la Navidad ha de llevar a los seres humanos a identificarse con aquello que les es común (la esencia de su humanidad), y no con aquello que les diferencia (la nación, la raza, el color, el sexo, etcétera) y que, por otra parte -lejos de perjudicarles- les enriquece. Jung en sus memorias dice: «El mundo en el que el hombre ha nacido, es un mundo brutal y cruel, y a la vez de una hermosura divina». Curiosa paradoja que nos presenta la cruda realidad del ser humano, su doble naturaleza, la parte buena y la parte mala que habitan en cada uno de nosotros. Hasta ahora la humanidad ha mostrado más su parte mala, y conocemos bien sus terribles consecuencias. Pero, así como hemos construido hasta ahora un mundo donde reina el egoísmo, el odio, el racismo y la injusticia (impulsados por esa parte negativa en nosotros), de la misma forma podemos construir un mundo de amor, de comprensión y respeto, de unión y solidaridad. Un mundo en el que estén presentes estos cinco valores: amor a la verdad, sentido de la justicia, espíritu de cooperación, sentido de la responsabilidad personal y servicio al bien común. De hecho, ese mundo ya se está construyendo. Basta pensar en ese despertar lento pero imparable de la sociedad civil, la caída de muchos sistemas dictatoriales, la legislación internacional sobre derechos humanos, los movimientos mundiales de solidaridad (las organizaciones no gubernamentales -oenegés-, el Voluntariado, los Foros Sociales, etcétera), así como las organizaciones supranacionales que tienden a la unión de los pueblos, como la Unión Europea y las Naciones Unidas. Todo ello -a pesar del pesimismo de algunos y de las trabas que imponen otros- es como una fuerza imparable de la naturaleza que avanza hacia su objetivo: la unión. Podemos decir, con un optimismo sensato, que «otro mundo es posible». Si hemos creído en el mal y, al creer en él, lo hemos generado y hemos vivido en él, sufriendo sus terribles consecuencias, ¿por qué no vamos a creer en el bien, generándolo aunque sólo sea como simple alternativa lógica, para comprobar a ver si nos va algo mejor? Aquí topa el hombre (el varón, y el principal responsable de este mundo en que vivimos) con sus prejuicios y frustraciones, al haberse identificado con la brutalidad y la crueldad y al pensar que lo contrario -esa «hermosura divina» de Jung- es más bien algo femenino y débil. De ahí que sea tan necesaria la presencia de la mujer en todas las esferas de la vida pública, porque ella -aunque no lo crea el varón ni ella misma, a veces- está más cerca, como los niños, de esa parte buena y noble del ser humano. Por eso deberíamos intentar comprender aquellas palabras del más grande de los Maestros del mundo: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos». Hacerse como niños significa tener fe en la vida, hacer el bien, vivir en la unidad de la naturaleza y en paz con uno mismo y con los demás. (En cuanto a entrar en el reino de los cielos, antes tenemos que conseguir el cielo en la tierra a través de un mundo justo). ¿Por qué los adultos, en la educación de los niños, nos empeñamos en atraerlos hacia nuestro mundo, triste y cruel en su mayoría, en vez de acercarnos nosotros a su mundo alegre y sincero? Quizás sea la base de una nueva educación. Por eso los grandes pedagogos han defendido que los niños podrían ser nuestros maestros. ¿Será -ésa- la magia de la Navidad?

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