Diario de León
Publicado por
ROBERTO BLANCO VALDÉS
León

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LA DESCONFIANZA hacia los regalos envenenados es tan vieja como el hombre. Ya Virgilio, que comienza a escribir la Eneida en el año 29 antes de Cristo, recrea en su epopeya el mito griego según el cual Laoconte habría alertado a sus compatriotas contra el peligro que escondía el gran caballo de madera que los griegos habían dejado como presente a los troyanos. «Timeo Danaos et dona ferentes», cuenta Virgilio que advirtió a los suyos Laoconte: «Temo a los griegos, aunque traigan regalos». Los hechos pronto dieron al sacerdote de Apolo la razón, pues el falso obsequio de los griegos fue, al fin, la perdición de los troyanos. Pues bien: de pobres troyanos pintarán una buena parte de los periodistas españoles si nadie lo remedia y el modelo de Consejo Audiovisual que ya se ha implantado en Cataluña llega a establecerse en toda España, tal y como pretende la mayoría en las Cortes Generales. Y es que, bajo la tramposa apariencia de un instrumento de defensa de los derechos de los usuarios de los medios, lo que se esconde en realidad es una peligrosísima amenaza contra las libertades de expresión e información sin las que ninguna sociedad libre puede pervivir. Nada habría, por supuesto, que objetar frente a tales Consejos, si aquéllos fueran lo único que unos órganos de ese tipo pueden ser en las sociedades democráticas: entidades destinadas a controlar que los concesionarios de un servicio cumplan estrictamente las condiciones administrativas (tiempos de emisión, coberturas, porcentajes publicitarios, etcétera) bajo las que se les otorgó la concesión. Pero poner en manos de los llamados Consejos Audiovisuales -como ya se ha hecho en Cataluña como y pretende hacerse ahora en toda España- un amplísimo control de los contenidos emitidos, que cubre desde el pluralismo informativo hasta la veracidad y la objetividad de las informaciones, pasando por el derecho al honor o a la intimidad personal y familiar, es mucho más de lo que un Estado de derecho es capaz de soportar sin que se resientan sus cimientos. Puede que Montilla o Maragall lo desconozcan, pero en un Estado de derecho el control del contenido de las informaciones y el respeto que las mismas deben mantener por los derechos de todos no puede corresponder más que a los jueces. España, que es un viejo país, sabe mucho, a fin de cuentas, de cómo acaban los regalos envenenados como éste que ahora pretende hacérsenos para protegernos de los excesos -por lo demás, incuestionables- de los medios: como caballos de Troya que, hermosos en apariencia, cobijan en su interior dos de las peores armas del poder: la arbitrariedad y el sectarismo.

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