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TRIBUNA

Exigencias de nuestra situación histórica

Publicado por
JULIO DE PRADO REYERO
León

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HACE ahora 500 años, más o menos, en que los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, a la hora de su muerte entre otros muchos logros conseguidos, nos dejaban como la mejor herencia la unidad de España, sentando con el fin las bases para hacer de la Península Ibérica un estado unificado y unido por vínculos políticos, económicos, administrativos y religiosos. Se cumplen así las viejas aspiraciones de los reyes asturleoneses al iniciar la llamada reconquista de España, a la que da un gran impulso, partiendo desde nuestra tierra a finales del siglo IX, el rey Alfonso III con la valiosa colaboración de nuestro santo obispo y patrono, Froilán, la que califica la Crónica de este mismo monarca, resumida por Menéndez y Pidal, como «misión» del reino asturiano-visigodo de restaurar todo el reino de los godos y Sánchez Albornoz «tarea de volver a la vida las tierras desiertas», empresa que se culminó oficialmente con la rendición de Boabdil en Granada el día 2 de enero de 1492. En esta tarea se unen y se solidarizan todos los hombres y tierras de España, de suerte que el famoso Maquiavelo, eminente hombre de Estado alucinado por la brillantez de este proceso, hace de su contemporáneo Fernando el Católico el prototipo de príncipe nuevo y escribe que «este empresa fue fundamento de su poder». Llegados ahora a este momento de nuestra historia, introducidos ya en un nuevo milenio, ni gobernantes ni gobernados podemos permitirnos el lujo de dilapidar esta herencia de valor y trascendencia incalculables. A la hora de cualquier tipo de innovación se impone ser muy respetuosos, tanto en el pasado como en el futuro. Nuestro gran tribuno y orador Velásquez de Mella en su discurso al Ejército y a la Armada apostrofa así a los que se toman estas ligerezas: «ningún pueblo se ha levantado de su postración maldiciendo los días lejanos y grandes de su historia». Y es que Renan al otro lado del Pirineo lo tenía también muy claro, una vez pasada la Revolución Francesa, afirmando que «lo que constituye una nación no es ni hablar la misma lengua ni el pertenecer al mismo grupo etnográfico, sino el poseer en común grandes cosas en el pasado y la voluntad de hacer otras en el futuro». A esta misma idea siguen hoy adhiriéndose los sociólogos, como lo resume el Profesor Gruber, de la Universidad Católica de Milán, al enumerar algunos de los elementos fundantes de una nación «constituyendo así a dar la unidad nacional a una sociedad la consciencia de compartir un destino común que los estados han ido materializando en normas jurídicas y sociales, en poder político y militar, y en vínculos económicos y sociales. Por el contrario los nacionalismos suelen más bien «acentuar otros aspectos subjetivos u objetivos, políticos, culturales y raciales»: y sobre todo las lenguas que no se consideran determinantes; puesto que puede coexistir más de una en territorios de extensión reducida, como sucede en Bélgica y que más bien hay que circunscribir a ciertas etnias. Para nuestro filósofo Ortega y Gasset «el nacionalismo es siempre un impulso de división opuesto al principio nacionalizador». Se impone, por tanto, no sólo un respeto sino un criterio de vinculación a las normas establecidas y a la hora de regular la vida individual y social atenerse a los principios morales universales, de los que verdaderamente se derivan los llamados Derechus del hombre mundialmente reconocidos y suscritos por las naciones civilizadas y democráticas. En esta línea Aparisi y Guijarro concluye que «no crea una constitución los derechos y deberes sociales, no hace más que formularlos». Asimismo el Papa Benedicto XVI en esta Navidad al recibir a la Curia Romana recordaba que «los principios son permanentes, no son igualmente permanentes las formas concretas de formularlos, que dependen de la situación histórica y que por tanto, pueden sufrir cambio». De esta forma las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas al tiempo que las formas o su aplicación a criterios nuevos pueden cambiar. Y lo clarifica así a continuación: «precisamente en este conjunto de continuidad o discontinuidad (con el pasado o el futuro) en distintos niveles consiste la naturaleza de la reforma auténtica «¡y eso sí!» una vez hechas las debidas distinciones históricas conocidas y sus exigencias» nuestro paisano Gumersindo Azcárate lo tenía ya muy claro cuando decía que «la ley debe ser ciegamente respetada y libremente discutida». En cambio el poeta J. Maragall en su Patria Nueva en el año 1902 escribía: «Descartemos la solución providencial, la de un hombre que surge y lo arregla todo; esta solución cabe esperarla siempre a condición de no contar nunca con ella»; pero más duramente se había manifestado ya contra todo intento egoísta o disgregador otro catalán, el filósofo Balmes: «¡Ay de los pueblos gobernados por un Poder que ha de pensar en la conservación propia». Como consecuencia general de todo esto, podemos concluir con la clarividente advertencia de Ortega y Gasset de que, como siempre, si no se acude a una sana y razonable evolución o reforma, «el revolucionario no se rebela nunca contra los abusos, sino contra los usos»; puesto que la auténtica hermenéutica o reinterpretación del pasado, según el sabio consejo del Papa Ratzinger, nunca debe hacerse desde la ruptura o discontinuidad sino desde «la novedad en la continuidad».