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TRIBUNA

Secuestrando trenes, calcinando mendigos

Publicado por
Miguel Paz Cabanas
León

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QUE tres jóvenes de familias acomodadas apaleen y prendan fuego a una mujer sin recursos por pura diversión y que además lo hagan dentro de un cajero automático, puede que sea la expresión más sofisticada de un capitalismo que ha convertido la violencia en necesidad y a los individuos sin tarjeta de crédito en residuos virtuales. Que al otro lado de nuestra frontera, cien gañanes ebrios y embrutecidos puedan sembrar el horror en un tren de pasajeros con la anuencia de la gendarmería francesa es, aunque a algunos les pueda resultar paradójico, el reflejo de la misma perversidad. Hay quien afirma que, al menos en la próspera Europa, jamás se vivió mejor; que para vandalismo el que practicaban impunemente los camisas pardas, y para épocas recias y tenebrosas, la Alta y la Baja Edad Media. Sin duda, nadie puede discutir hoy en día semejante certitud. Desde que el hombre salió de las cavernas, la Historia de la Humanidad ha sido un corolario de sucesos atroces, donde la vida, que ahora nos parece tan valiosa, era poco menos que una contingencia provisional. Durante siglos, la barbarie ha constituido un núcleo insoslayable de la sociedad humana y en esa degradación, en los innumerables campos de batalla que ensangrentaron la tierra, los jóvenes oficiaban el papel de víctimas y, en muchas ocasiones, también el de verdugos. Sin embargo, a despecho del nihilismo y de la incertidumbre que arrojan los anales, uno se resiste a pensar que debe seguir siendo así: al menos si creemos que a estas alturas, después de tantos inviernos, deberíamos estar bebiendo de las fuentes de la ilustración. Nunca antes el hombre tuvo acceso a tantas oportunidades; nunca antes pudo ser el mundo un lugar más confortable y armonioso. Pero lo cierto es que, mientras en África el hambre y la miseria superan a las de hace un siglo, en los lujosos salones de Occidente nos revolcamos en la saciedad. En ese lodo hedonista criamos a nuestros hijos, los agasajamos y les protegemos de cualquier congoja; y cuando no es posible --cuando sus cunas y sus calles crecen lejos de la luz- ignoramos que son algo más que una cifra estadística. Esa juventud, empero, nos devuelve multiplicado nuestro viejo cinismo. En medio de la opulencia o de los suburbios, los padres y el Estado no saben dónde mirar. Paralizados por el estupor, ven cómo sus retoños aniquilan mendigos, o se entregan a orgías de violencia nocturna. Pero lo insólito es creer que ésto podría haber ocurrido de otra forma. Pensar que el asunto no va con nosotros y que se trata sólo de un berrinche generacional. Mirar hacia otro lado, como tantas veces, y poner cara de asombro. Y sonreír con alivio pensando que, en cuanto se compren el coche o firmen la hipoteca, ya se habrán civilizado. Lo que estamos enseñando a nuestros hijos es una representación banal de la existencia: si dejas de lado tus escrúpulos, les decimos, serás uno de los nuestros; si compites ciegamente, te corrompes y adocenas, habrás entrado en el engranaje. Lo importante es que llenen su cabeza de sueños consumistas. El mundo es una gran pompa de jabón ponzoñoso. El mundo, en realidad, se parece a ese globo que Chaplin creara en El Gran Dictador, a merced de un criminal bigotudo que parecía de opereta. Lo que ocurre es que, a la hora de la verdad, el escenario se refleja turbiamente en el patio de butacas: persuadidos de que la Comedia Humana es una burbuja tecnológica, insensibles y aturdidos por nuestra fatua impunidad, corremos de un lado para otro gritando enloquecidos, sin distinguir siquiera al resto de los personajes. Tropezando con las mismas tablas y repitiendo siempre la misma escena. Sin advertir que la máscara y el maquillaje sustituyeron hace tiempo a nuestro verdadero rostro. Y sin darnos cuenta de que abajo, en la platea, los que nos imitan con siniestra torpeza son nuestros propios hijos.

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