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Publicado por
Juan Antonio García Amado
León

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Dice EL ARTÍCULO 8 de la vigente Constitución: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional». Así que la Constitución establece que una de las misiones de las Fuerzas Armadas es velar por el ordenamiento constitucional y, por tanto, por la Constitución en primer lugar. Eso parece fuera de discusión si ha de tener algún sentido el mencionado artículo. Pero la cosa es mucho más complicada de lo que parece, como muestran los sucesos de estos días, después de las palabras del teniente general Mena. Pues hay, creo, dos maneras muy diferentes de interpretación posible de dicha obligación de las fuerzas armadas. Según la primera interpretación que cabe, las Fuerzas Armadas son el instrumento de que dispone el poder político legítimamente constituido (el Parlamento y el Gobierno) para defender el orden constitucional cuando dicho poder político lo considere en peligro o vulnerado. Carecería, pues, el poder militar de toda autonomía a la hora de dictaminar cuándo y cómo debe actuar en defensa de la Constitución, por grande que fuera el peligro que ésta corriera en opinión de los mandos de los ejércitos. Creo que esta es la visión que puede justificar las medidas contra al teniente general Mena y la actitud del Ministerio de Defensa. Tiene esta interpretación una ventaja y un inconveniente, ambos notables. La ventaja es que el juicio sobre qué peligros para la Constitución no deben soportarse y cuándo deben actuar las armas se sustrae a los militares, que son personas cuya preparación profesional para la guerra es máxima, pues ésa es la misión que los justifica, pero que ni tienen por qué poseer la mejor capacidad de juicio político ni, sobre todo, gozan legitimidad democrática y constitucional para elevar sus juicios y apreciaciones por encima de los órganos que basan su poder, en última instancia, en la soberanía popular: Gobierno y Parlamento. Además, a favor de este punto de vista iría también el artículo 97 de la Constitución, que dispone que es el Gobierno el que dirige «la defensa del Estado». Decíamos que hay también una desventaja de ese punto de vista, que es la siguiente. Si un Gobierno, poseedor de apoyos parlamentarios suficientes, decide poner en marcha toda una serie de medidas legales y políticas que clarísimamente desvirtúen la Constitución y los derechos en ella consagrados, los ciudadanos quedamos inermes y vemos cómo la Constitución se disuelve a manos de una mayoría que pueda, por ejemplo, ser coyuntural o interesadamente enemiga de dicha suprema norma, por las razones que sean. Verdad es que la garantía jurídica de la integridad constitucional corresponde al Tribunal Constitucional. Pero pongamos que este órgano, de resultas de sucesivas reformas de su legislación reguladora tendentes a domesticarlo y someterlo a los dictados gubernamentales, se hubiera convertido en fiel secuaz de los designios anticonstitucionales de la mayoría gobernante. Según la interpretación que estamos comentando, ni aun así los militares estarían legitimados ni constitucionalmente habilitados para tomar por su cuenta y al margen del Gobierno ninguna medida defensiva de la Constitución. Llegados a ese punto, habría que preguntarse si preferimos asumir el riesgo de ineficacia de la Constitución antes que permitir que el ejército obre por su cuenta en su defensa. Cada uno verá ahí cuáles son sus preferencias. Un servidor se aventura a decir que se inclina más por esta opción, pero con un matiz, que es éste: en última instancia, la responsabilidad última de lo que ocurra y de que se toleren o no los manejos del poder político radica en la sociedad. Ante un gobierno o una mayoría como la que hipotéticamente acabamos de describir, es la sociedad civil la que debe alzarse y resistir. La resistencia social en defensa de la Constitución y sus valores y garantías es preferible al golpe de Estado militar, por mucho que éste se quiera golpe de Estado superconstitucional. Seguramente no es fácil contar con una sociedad suficientemente ilustrada y valiente para eso, y más en los tiempos que corren. Pero ¿acaso es más esperable que el paternalismo militar devuelva a la sociedad sus derechos sin merma ni peligro mayor? La otra manera de leer el referido artículo 8 de la Constitución consistiría en atribuir a las Fuerzas Armadas la cualidad de garantes últimos y autónomos del orden constitucional, una especie de última instancia fáctica a la que, al tiempo, la propia Constitución habilitaría y legitimaría para levantarse contra los demás órganos constitucionales, si se estima que éstos violan gravemente la norma jurídica suprema. Posiblemente ésta es la interpretación que el teniente general Mena tenía en mente cuando dijo lo que dijo. Nuevamente, esta interpretación alternativa tiene una ventaja y un inconveniente. La ventaja, ver a la Constitución protegiéndose directamente mediante su propia apelación a la fuerza y previniéndose, por tanto, ante las posibles deslealtades graves o traiciones al orden constitucional de un gobierno constitucionalmente constituido, que quisiera, pongamos por caso, tergiversar la norma constitucional para ponerla a su exclusivo servicio. Pero la desventaja o el temor van en el mismo lote: ¿por qué creer que los militares - sus mandos supremos, en realidad- van a ser por definición más constitucionalistas y leales que los políticos que gobiernan por delegación popular? ¿Acaso no cabe que los militares confundan sus ideas políticas o morales con la Constitución y que se sientan, sin más, llamados a imponerlas en nombre de ésta? La historia del siglo XX está llena de ejemplos de desmanes militares justificados como defensa de las constituciones. Una Constitución inerme o una Constitución bajo las armas. Esas son las alternativas; que cada cual elija. Yo prefiero fiar la defensa de la Constitución al pueblo, aunque se me tache de ingenuo o desenfocado idealista. Y por eso, en momentos como éste, en que me parece que los supremos valores constitucionales corren más de un peligro, y no sólo en materia de organización territorial del Estado, debemos los ciudadanos comprometidos y responsables alzar la voz, movernos, protestar. No fiarlo todo, cual menores de edad, ni a la suerte ni a la fuerza de las armas, de tan infausto recuerdo aún en este país y en muchos otros. Los militares son legítimos y valiosos garantes de un orden constitucional que atribuye la soberanía al pueblo. Al pueblo corresponde, pues, tanto el derecho a equivocarse como el deber de rectificar. Y nadie puede suplantarlo como titular de las decisiones últimas; tampoco el ejército. Asunto diferente es que resulte paradójico ver que se sanciona a un militar por decir lo que el Ministro de Defensa ha repetido cuarenta veces. O que el celo constitucionalista del Gobierno en este caso encaje mal con su alianza con grupúsculos infinitamente más hostiles a la Constitución que el teniente general sancionado por invocarla. O que el espíritu legalista de la mayoría gobernante no se aplique por igual frente a otros vulneradores de las leyes y que desprecian todos los más sacrosantos derechos constitucionales, comenzando por el derecho a la vida y siguiendo por la libertad de expresión. Mas, insisto, poner orden en tanto desmán y coherencia ante semejante descaro no es cosa de los militares, es competencia y responsabilidad nuestra, de los ciudadanos, de eso que llaman sociedad civil.