EL RINCÓN
Bautismo tardío
VAMOS A VER cómo le llamamos a la niña, que ya tiene cinco siglos, aunque en primavera represente menos edad. Yo me había acostumbrado a llamarle España a la nación donde nací -ya se sabe que «nadie elige su amor»- y si ahora hay más sitios que se llaman lo mismo puedo hacerme un lío, a mi edad. Con tal de cerrar el estatuto, parece que están dispuestos a abrir las puertas de la confusión. Por ellas podrán colarse muchos. Nombrar algo es una forma de posesión, quizá el único modo que tienen las personas sin demasiados recursos de ser propietarios. Tiene mucha importancia, figure en el texto, en el prólogo o en el epílogo, y da igual que sea textual, porque siempre será distinto. «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas», pidió Juan Ramón Jiménez. Quizá sea mucho pedirle a los políticos españoles, siempre tan notoriamente inferiores al pueblo que representan, ahora con absoluta legitimidad. Parece como si su misión fuera, en vez de resolver los problemas que se presentan, la de presentar problemas nuevos de dificilísima solución. Decía Valle Inclán que le habían costado más los títulos de algunos de sus libros que haberlos escrito. ¿Cómo va a ser lo de menos denominar? No puede ser lo mismo pertenecer a una nación, con su carga de glorias, crueldades, penurias, propósitos y despropósitos, que a una nación de naciones, que para colmo incluye a los que deploran tener esa nacionalidad. La gallardía, la generosidad, la capacidad de sacrificio y el orgullo quizá hayan sido virtudes comprobables a lo largo de nuestra espasmódica historia. Nunca la habilidad.