TRIBUNA
¿Por qué no somos felices?
¿POR QUÉ no somos felices? Esta es la gran pregunta que todos alguna vez nos hacemos y no sabemos responder ¿Por qué no nos contestan los filósofos? ¿Por qué no nos convencen los teólogos? ¿Por qué quieren engañarnos los psicólogos? ¿Por qué nos mienten los poetas? Claro que, a lo mejor, yo estoy equivocado y resulta que la inmensa mayoría de ustedes, amigos lectores, son la mar de felices, y ser la mar de felices ya se sabe que es el no va más de la felicidad. Si es así, si son felices, ¡felicidades!, pero este artículo no logrará interesarles. Lo escribo pensando en los infelices, en los infelices que, si nos lo proponemos, somos capaces de amargarle la vida a cualquiera; que hemos puesto demasiado alto el listón de la felicidad y no podemos conformarnos con cualquier cosilla, porque en nuestro corazón siempre hay mar de fondo, que a veces se convierte en un mar de lágrimas, que nos ahoga y nos impide navegar a toda vela. En mi libro: A orillas del Burbia escribí: «Nunca discuto con quien dice ser feliz, allá él» ¿Para que discutir con alguien que dice ser feliz? Si es feliz, sería un crimen incordiarlo. Y si sólo lo dice de boquilla, ¿para qué discutir con un embustero? Yo prefiero a los infelices de verdad, a los auténticos infelices que nos conocemos y reconocemos abierta y sinceramente en nuestra humilde condición de infelices, metafísicamente imposibilitados para ir por ahí dando saltos de alegría, quizá por nuestro modo de querer discurrir con demasiada sutiliza en lo que nos concierne, que es todo. A mí me parece que, desde un punto de vista puramente intelectual, no hay nada más insustancial, simple y aburrido que un hombre feliz, sobre todo si se dice de izquierdas, pasó por el seminario y vive del erario público instalado en el consumismo y en el confort ¿Puede haber un hombre feliz que sea progresista? No. No es posible. Los hombres felices sólo pueden ser conservadores. Los infelices, salvo raras excepciones como yo mismo, suelen tener ambiciones políticas. Por eso parecen estar más predispuestos al cambio, a iniciar aventuras que les lleven a la cúspide. Pero una vez que alcanzan el poder y la felicidad, entonces se hacen más conservadores que nadie, y tan dictadores como los que más ¿Quién puede renunciar voluntariamente a la poltrona, al bastón de mando, a la soberbia? Nadie. El poder los iguala a todos. Da igual que procedan de la derecha que de la izquierda, pues, en la cima, todos son conservadores y dictadores con escaso interés por la democracia, por la libertad, y por la felicidad de la infeliz tropa de a pie que siempre queda desamparada, a merced de los elementos. No obstante debemos reconocer que los dictadores-conservadores del círculo de tiza zapateril tiran a lo bestia sin que les preocupe reducir a trizas a esta indefensa criatura que es España. Esta es la práctica general, pero todavía quedan algunas excepciones afortunadamente. Me refiero a las buenas personas, a la gente de bien que todo lo padece y todo lo sufre con resignación. El corazón de estos hombres buenos siempre es valeroso, porque hay que ser muy valiente para ser bondadoso. Cobarde es el malvado, el rencoroso, el vengativo. El odio siempre es patrimonio del cobarde, del imbécil, del mezquino. El cobarde se alimenta de odio y se alivia con la crueldad. Pinochet, Castro, Videla, pueden ser ejemplos de cobardía y crueldad. Estos «desgraciados» (no confundir con infelices), y otros parecidos a ellos, son los que se atreven a decir públicamente que «no se arrepienten de nada», que «duermen muy bien», que «volverían a hacer lo mismo» ¿A cuántos pobres infelices han masacrado? Y esos tipejos nacionalistas, tan exacerbados, ¡cuánto nos hacen sufrir! Soportamos tiempos de infamia ¡Qué difícil es vivir en paz, prosperar y ser felices rodeados de tantas y tan malas televisiones, en un país pervertido donde hay legiones de abogados y políticos y periodistas empeñados en embrollar las cosas más claras y en complicar los asuntos más sencillos! Ya no consuela decir: «allá cada cual con su conciencia» porque las conciencias hoy están muy deterioradas, apenas sirven para distinguir el bien del mal, lo correcto de lo inapropiado, lo importante de lo superficial. Usted, amigo lector, tiene todo el derecho e incluso la obligación de intentar ser feliz. Procure que no sea a costa de los demás y, sobre todo, comprenda que los pesimistas que lo ven todo negro no merecen confianza porque, en realidad, están diciendo que no ven nada, y los optimistas que lo ven todo claro tampoco son de fiar (sobre todo si son optimistas antropológicos) pues seguro que el resplandor les ciega. ¡Háganme caso a mí que tengo la vista cansada de tanto ver! Y recuerden que los hombres felices nunca discuten. Donec eris felix, multos numerabis amicos. Tempora si fuerint nubila, solus eris .