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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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UN CONVULSO clérigo islamista británico, que hace publicidad de las ventajas del martirio y asegura que a Hitler le envió Dios para que quemara judíos, ha sido condenado a siete años. Pesaban sobre él quince acusaciones de incitación al asesinato y al odio racial, sin contar con la petición de Estados Unidos de que sea extraditado para juzgarle como sospechoso de terrorismo. Abu Hamza, que tenía metralletas en su mezquita, era conocido como «el capitán Garfio» porque perdió un ojo y las dos manos en Afganistán y su dedicación exclusiva era pronunciar discursos inflamables. El hombre decía lo que pensaba y no engañaba a nadie: ni a los que llamaba a oración, ni a los que se llaman a engaño. Se dice que el pensamiento no delinque, pero hay que preguntarse hasta qué punto, en nombre de la libertad de expresión, que es una conquista irrenunciable, se tiene derecho a gritar ¡fuego! en un teatro repleto de público o a predicar que deben ser exterminados todos los niños que tengan los pies planos y se vean necesitados a usar plantillas. ¿Cuál es la frontera de la libertad de expresión? ¿Admite un tratado de límites o al menos un convenio entre sus usuarios? El ardiente caso de las viñetas de Mahoma ha suscitado el debate. Unos defienden el legítimo derecho de los caricaturistas y otros se oponen, aunque sean bastante caricaturescos, a que caricaturicen a sus deidades y demás adjuntos. Está comprobado que la burla se perdona menos que la injuria. «De mí no se ríe nadie», dice la misma gente que es capaz de dar por liquidado un agravio y olvidar una ofensa. Lo que no se tolera es la risa.

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