Diario de León
León

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DECÍA Truman Capote que nada le producía más desprecio que el exhibicionismo de crueldad deliberada. Y lo decía él, que presumía de tener una lengua estilete. Ayer dos noticias eran sendos puñetazos sobre la dignidad humana: las imágenes de las torturas de soldados estadounidenses a prisioneros iraquíes, y la condena a 10 menores españoles por haber vejado a una minusválida y después transmitir el video a través de Internet. Ante ciertos sucesos, uno corre hacia el espejo y proclama en voz alta, como aquel personaje de Ionesco: ¡soy un ser humano!. Siempre me ha parecido misterioso, aunque no fascinante, los mecanismos por los que alguien llega a convertirse en una mala persona, casi siempre por elección propia. No es que uno conozca a muchos personajes que merezcan tal condición, pero haberlos, haylos. Por supuesto, no me refiero a la parte más baja del escalafón de la crueldad -cabritos, cabroncetes y sus aumentativos-, sino al verdadero malvado, aquel que hace malabarismos con la crueldad innecesaria, esa que nadie le pide, ni espera, ilógica. Las dos noticias, como las que vendrán hoy y mañana, y al otro, nos colocan ante la necesidad de reconocer que en algún momento de nuestra evolución algo se torció y, entonces, el mono se convirtió en amago de hombre. No obstante, la maldad es un sentimiento ramplón, no tiene más misterio que su efecto sorpresa. Pero el bien, la piedad, el amor, el perdón llevan dentro las únicas epopeyas dignas de ser cantadas. Extraño mundo este, terrible y maravilloso, donde todos somos náufragos y no lo sabemos.

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