Diario de León
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BRUNO MARCOS
León

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LA CIUDAD ha sido, desde siempre, una de las principales preocupaciones intelectuales de sus habitantes; ya, en la Grecia Clásica, Platón concibió su ciudad ideal, posteriormente, en el Renacimiento, Filaretas diseñó la Sforzinda y, en 1593, se comenzó Palmanova. Más cerca de nuestros días Sant¿Elia, entre 1912 y 1914, realizó sus dibujos premonitorios de la ciudad futurista y Le Corbusier, en 1922, trazó las líneas de la urbe postmoderna. En estos últimos años las ciudades han vuelto a ocupar un lugar central en el pensamiento de arquitectos, filósofos, artistas, sociólogos, cineastas y urbanistas. Pero no solamente se analizan, hoy, las urbes de una forma abstracta sino que se ven como un espacio codiciado, un sitio objeto de deseo y abierto a su reescritura y significación; se ha comenzado a pensar en ellas como un lugar de lo posible. Si las ciudades antiguas, medievales o modernas, tenían diseños claramente dirigidos por determinadas oligarquías, en la postmodernidad, asistimos a una pugna entre las formas que produce la especulación del suelo y las que la sociedad desea darse a sí misma. Una serie de esculturas colocadas en la calle o en las plazas es lo que, tradicionalmente, hemos estado llamando arte público y, este, ha funcionado siempre como un comodín. Estas esculturas, como pertenecientes a una colección de objetos susceptibles de ingreso en la Historia del Arte, ofrecen un componente legitimador que ancla la cartografía urbana trazada por la lógica del grupo dominante. Sin embargo, hoy, se vuelve urgente la revisión de esta noción de arte público, en tanto que este concepto de lo público ha ido más allá de las acepciones ilustradas de universalización del disfrute del arte hasta alcanzar regiones de interacción, donde el espectador, ya, no es un agente pasivo. El arte público que seguimos padeciendo, ya sea figurativo, abstracto o minimalista, es un arte, todavía, descendiente de lo monumental. Lo que se plantea en él es el arte como recurso para la reafirmación del trazado urbanístico, o, mejor dicho, del secuestro de la urbe. Como colofón a una obra se establece el principio legitimador del arte, se coloca un adorno que confirma las cualidades de una zona o de un barrio. En el caso de nuestra ciudad la inexistencia de una vertebración de las políticas culturales genera esporádicas actuaciones de este tipo. De vez en cuando esculturas de tipo monumental, más o menos disfrazadas de modernas, aparecen para reafirmar un principio, un tipo de ciudad, la ejecución de una obra y, por ende, una forma de actuación, de administración del espacio público a espaldas del ciudadano. De entrada, estas obras, no son modernas porque no aplican los principios de la Modernidad que exigen el uso de una racionalidad negativa, es decir crítica. Estas obras nacen a la iconosfera, a lo visible, de manera afirmativa, no se quieren someter a debate ni generar otros debates de orden simbólico y se presentan como un hecho, un hecho consumado, algo real que aspira a ser algo verdadero, que aspira a erigirse en principio estético y lo único que hacen es coronar una política o, lo que es peor, una ausencia de ella. Estos objetos -aparentemente artísticos- silencian la opinión de la mayoría y ocultan, con un grosero maquillaje, las enfermedades de la ciudad. ¿No podríamos -deberíamos- utilizar el arte público en otros sentidos, probar, por ejemplo, precisamente, a poner al desnudo las patologías de la urbe, a alterar las cualidades negativas de un barrio no con un supuesto embellecimiento intrascendente y evasivo sino con una propuesta intelectual y crítica; o, por ejemplo, probar a inventar un arte público para la periferia, para los arrabales -antes de que estallen como ocurrió recientemente en París-, o a lanzar vínculos que comuniquen a los ciudadanos. No sería, acaso, la creatividad, la imaginación, el vehículo más eficaz, rápido y barato, para rediseñar la experiencia psíquica de la ciudad? Hace tiempo que los grandes centros de producción de arte moderno internacional han comenzado ha desarrollar laboratorios de arte urbano en los que se pretende devolver el arte a la esfera de lo público, es decir, dar el arte a la gente de forma que las propuestas sean de participación intelectual del espectador. Las duras críticas que reciben las esculturas de nuestra ciudad -incluidas las últimas, que pervirtieron los impulsos renovadores para ser más de lo mismo-, surgen a partir de la invertebración de la política cultural. Lo cuestionable no es, sólo, la aparición de una escultura más que no nos guste y que nadie ha pedido, una escultura que sólo sea decorativa, que no otorgue a nuestra ciudad el derecho a que caminar por ella sea una experiencia estética e intelectual, sino, también, el derroche económico -disparate- que se produce en cada una de estas actuaciones, el despilfarro de un dinero que una ciudad como ésta debería destinar a racionalizar su producción cultural. Cualquier actuación en estos términos coloca al arte no a favor sino en contra de la polis.

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