A las luchadoras

HAY un mito que cuenta que en los tiempos más remotos de la existencia humana los hombres ignoraban ser portadores de la semilla de la especie. Sólo en ese breve instante de la humanidad trataron a las mujeres como diosas, deslumbrados o aterrorizados por su poder de crear nuevas vidas. Otro mito, recogido en Nueva Guinea, relata que las mujeres inventaron el arco y la flauta, pero el hombre se los robó. Entonces, el hombre tensó el arco del derecho de manera que mata conscientemente y no a ciegas, como hacían las mujeres. La leyenda es el único rastro de matriarcado. El patriarcado, una sociedad marcada por el dominio del hombre sobre la mujer, ha reinado durante el resto de millones de años. De tal manera que el «progreso» de la Atenas griega significó el confinamiento de las mujeres al gineceo; en el «esplendoroso» Renacimiento se materializa la domesticación de la esposa burguesa y despliega una caza de «brujas» de todas las clases sociales. Europa es una hoguera. Contra todo pronóstico, la revolución francesa proclama los derechos del hombre, pero en este caso el cacareado genérico masculino no incluye a la mujer. La historia que nos han contado tampoco ha aireado mucho los cuadernos de quejas de las féminas revolucionarias. Rousseau, uno de los padres del sistema democrático actual, fundamentó intelectualmente la exclusión de las niñas de la educación. El logro voto femenino estuvo ligado a la lucha contra la esclavitud a finales del siglo XIX. La naturaleza no situó a los hombres en la esfera pública, de la razón y el orden, y a las mujeres en la esfera privada, de las emociones y el caos. Ha hecho falta un ingente aparato cultural e ideológico para fundamentar los roles masculino y femenino. La gran aportación del siglo XX fue la rebelión contra esos roles encarnada por el feminismo. Por lo que ni la paridad es un regalo caído del cielo de Zapatero, ni se puede creer que la igualdad real caerá cual fruta madura sin hacer nada. Así, pues, gracias, amigas luchadoras.