PANORAMA
¿Por qué ahora sí?
CUANDO una banda mafiosa o terrorista, que viene a ser prácticamente lo mismo, secuestra a una persona y amenaza con matarla si no se cumplen unas exigencias imposibles, todos estamos de acuerdo en que no se puede ceder al chantaje de los asesinos. Aunque se lleven una vida por delante. Todos, excepto los familiares del secuestrado que piden, desconsolados, que por una vez, se haga lo que exigen. Y todos entendemos que sólo la desesperación los lleva a tal planteamiento. Cuando se produce un trágico accidente, como puede ser un naufragio, o el ocurrido recientemente en una mina mexicana, todos estamos de acuerdo en que en el rescate inmediato de los cadáveres no deben de ponerse en peligro más vidas. Y que es mejor esperar a que las condiciones mejoren. Todos, excepto los familiares de los desaparecidos que exigen su recuperación a cualquier precio. Y entonces todos entendemos que sólo la angustia les lleva a tal exigencia. Cuando asistimos a uno de esos dramáticos casos de asesinato, todos pedimos que la ley caiga implacable sobre el asesino. Todos, excepto la familia de la víctima a la que vemos implorar que el acusado reciba el mismo castigo y que se le pague con la misma moneda. Y todos entendemos que esa súplica es producto de la desesperación y del horror. Los dramas personales nos llevan, a todos sin excepción, a estas situaciones. Desgarrados por el dolor somos capaces de reclamar aquello que nunca exigiríamos en el caso de no ser parte activa; de no ser afectados directos por lo ocurrido. Por eso ahora es difícil de comprender por qué se quiere que las víctimas del terror etarra tengan un papel decisivo en el proceso de normalización del País Vasco. Es difícil de entender por qué algunos quieren que sean ellas las que tengan la última palabra. Cuando sabemos que el dolor les impide ser ecuánimes. Como nos lo impediría a usted y a mí.