FRONTERIZOS
Margallo
CON EL tiempo, Juan Margallo ha conseguido un rostro de ogro entrañable y bondadoso, a mi parecer totalmente desaprovechado por el cine. Probablemente, en este país es el hombre de teatro más respetado y querido del sector de las artes escénicas, tan propenso al elogio hipócrita, a la puñalada trapera, a la maledicencia traidora. Por eso muchos nos alegramos de su Premio Max a la Mejor Interpretación por «El señor Ibrahim y las flores del Corán», la versión teatral de Ernesto Caballero sobre la obra de Eric-Emmanuel Schmitt en la que Margallo interpreta a un tendero árabe que tutela a un joven judío de los suburbios parisienses. Margallo viene de un teatro combativo que nunca perdió su vena «popular», porque sabe que un teatro sin público no tiene más futuro que la rendición. Su versión de «Pareja abierta» o su reescritura irónica de la historia teatral en «Clasyclos» han sido algunos de los montajes más divertidos de la última década y su labor de dramaturgia en el Quijote de Santiago Sánchez toda una lección para tanto «ejecutor» de Cervantes como ha habido en los últimos meses. Margallo conoce todos los recovecos del oficio, incluido el odioso pasilleo administrativo que a punto estuvo de empapelar la función del Max, hoy en gira por todo el país con éxito «de crítica y público», como se decía antes. Con Petra Martínez, una de las sonrisas más claras de la escena española, no sólo ha formado pareja artística sino que ha iniciado una saga en la que sus primeros frutos, su hija Olga, ya vuela con voz propia y ambición artística en el campo del teatro para niños. Y Margallo, con su manzana disfrazada, mira estas cosas con ojos blancos de abuelo tierno.