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VICENTE PUEYO
León

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ALLÍ en la calle de la Sal, aserrín aserrán, donde aún llega la sombra de la Catedral ( Ay! danzarina sagrada/milagro de los ensueños ), se consumó el penúltimo milagro de Genarín: el homenaje a su mejor mentor, Francisco Pérez Herrero. Una placa con un relieve del poeta preside desde ayer la calle modesta y escondida, primera estación del entierro del beodo, famoso en posteridad. Una procesión que, en un principio, bebía no sólo orujo sino que también se amorraba a los manantiales del sano ingenio y del sarcasmo penitencial y que hoy se debate, un tanto perpleja, entre la fidelidad a la rebeldía de unos hombres bonachones y ocurrentes, y el caos de un hiperbotellón que es prosa dura. León, en todo caso, pagaba ayer un diezmo de su deuda eterna con uno de los últimos eslabones de una estirpe liberal y cachonda que perdió muchas cosas pero nunca el humor. No caben todos en la placa, pero por ahí revolotean, sin duda, el taxista Eulogio el «Gafas», el aristócrata Luis Rico, y Nicolás Pérez Porreto, malogrado árbitro de fútbol, que levitó cuando se produjo el segundo milagro de Genarín: el triunfo de la Cultural ante el Hércules de Alicante. El pellejero -al que, en estas horas aciagas, deberían volver a invocar los directivos culturalistas- no echó en saco roto el ruego de los evangelistas: San Genaro bienhechor/ tú que siempre fuiste un hacha/ no permitas que este campo/ lo siembren de remolacha . En fin, que ya nunca nadie pase en descuido por la calle de La Sal, calle de los treinta pasos, ni uno menos, ni uno más .

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