Cerrar
Publicado por
ENRIQUE CIMAS
León

Creado:

Actualizado:

Desde QUE NACEMOS hasta que morimos, nuestra hoja de ruta está pautada por risas y lágrimas; alegrías, contrariedades y estados exultantes o, cuando menos, optimistas. Basculamos de la esperanza al abatimiento, del júbilo a la postración. Y sin embargo no hay ni un átomo de determinismo en ello. Simplemente respondemos -en reacciones y conductas- a lo inherente al ser animado y racional que es el hombre, y que, dentro del denominador común de su especie -aunque con códigos genéticos individualizados-, posee capacidad de autonomía y facultad de decidir. Solamente los elementos patógenos, físicos o psíquicos, son capaces de distorsionar la naturaleza del individuo. Pero, aun contando con las limitaciones que se derivan de nuestra contextura humana, a pesar de eso, nos es dado alcanzar un horizonte de estabilidad orgánica y, especialmente, espiritual -de aproximación a la felicidad-, si logramos comprender lo completo y delicado de nuestro ser y, sobre todo, la grandeza de su filiación divina. «Lo que define la libertad -dice el filósofo y escritor J. R. Ayllón- es el poder de dirigir y dominar los propios actos, la capacidad de proponerse una meta y dirigirse hacia ella, el autodominio con el que los hombres gobernamos nuestras acciones. En el acto libre entran en juego las dos facultades superiores del alma: la inteligencia y la voluntad». El hombre es sujeto de genialidades y de torpezas; y susceptible de heroicidades y miserias, porque fue hecho libre. Consiguientemente, nuestra entidad de personas está conformada por la minuciosa exactitud de un proceso biológico progenitor, y por la dotación de racionalidad y libertad -otorgadas por Dios-, en virtud de lo cual nos incorporamos a la corriente de la vida en cuerpo y alma. Bajo el arco de un destino que, singularizado, deberá labrarse cada quien. Nos crean y ayudan a moldearnos en el alfa; y nos dejan al libre albedrío rumbo al omega¿ Entre ambos polos discurre el caminar en compañía de las mil peripecias de la existencia, a las que coloreamos con amores o desamores. Pero siempre hay un tiempo para el corazón, que con frecuencia desequilibra lo que la mente trata de equilibrar. Ha sido tan manoseado, hiperbolizado y desperdiciado el amor, que ya casi no le queda espacio para recuperar su mayúscula de Amor. Gastamos pólvora en salvas y arrojamos al contenedor -de nuestros suburbios morales- desechos de afectos, afinidades y patriotismos, y lo que los franceses llaman el saber hacer. Y hasta vamos tras la destrucción de los cuadros de familia colgados en el comedor, junto a la vitrina de los recuerdos¿; con la limpia estirpe, y la impronta, de sus Valores del alma. He aquí presentes las grandes palabras, decisivas palabras que nos conectan con Dios, la Fe y la Piedad; la Amistad, la Solidaridad, el Honor¿ Y, cuando alguien precisa de nuestra ayuda, nos plegamos -ignorando aquellos Valores- al caparazón de los prejuicios y de las propias conveniencias. Hay, sí, un tiempo para amar; para trabajar, para pensar¿ y para sollozar. Precisamente a los sollozos de dos mujeres quería referirme hoy. Aquella salita de espera del centro sanitario servía para acoger a pocos pacientes. Estábamos doce y no había sitio para más. A mi lado una señora (alrededor de cincuenta años y nobles facciones, con falda negra y jersey perlé del mismo color) me puso en antecedentes del ritmo de las consultas. Pasó una enfermera por delante de nosotros y, dirigiéndose a la señora le dijo algo, señalando una puerta distinta a la del médico. Ella entró y yo proseguí con el crucigrama. No habrían transcurrido diez minutos cuando reapareció mi vecina de asiento. Seria, ensimismada, volvió a su silla. Cansado de las palabras cruzadas, salí al amplio vestíbulo a estirar las piernas. De pronto, pudo oírse por todos un grito mezcla de carcajada sin risa, de pinchazo en la médula de lo más sensible, y de sollozo. Un sollozo -lamento «por los pedazos del corazón que se han quedado dentro», que dijo el poeta. En suma, un patético gemido que procedía de la mujer del jersey de perlé¿ ¿Qué le había ocurrido?, ¿se enteró de un diagnóstico pesimista?, ¿sobre ella, respecto de algún ser querido?... Pasada mi visita, marché de allí con sabor a almendras amargas en la boca, y una oración inacabada en los labios. ¿Por qué alguien podría dolerse de aquella manera?, ¿qué estructura moral se rompía?, ¿qué sequedad de esperanza y qué invasión de tristeza podían arrancar aquellos sollozos? Nunca lo supe; pero quedé marcado por el suceso protagonizado por un próximo -como si fuera fraterno- que sufría, y que, anónimo, rompía el silencio de cristal de un Centro sanitario. La segunda mujer de esta evocación se llamaba, se sigue llamando -como hace dos mil años- María; Madre de Jesús de Nazaret y esposa del carpintero José. Ojalá nos uniéramos en torno a esa dulce Madre, que, además, es madre nuestra. Dolorosa de siete cuchillos torvos, como alaridos en noche oscura. Porque Ella sollozó en la muerte de su divino Hijo. Y continúa llorando por el gran deterioro espiritual de sus hijos de la Tierra. Son estas fechas, rememoradoras de la Pasión de Cristo, especialmente indicadas para meditar sobre el voluntario holocausto del Redentor, por amor a la Humanidad. Y días, también, para sobrecogernos de piedad y cariño ante el llanto de dolor de la Virgen María. Luis de la Palma, en su libro «La Pasión del Señor», relata: «El Salvador lloró; se enterneció y lloró de ver llorar a su Madre. Mudos los dos, hablándose ya solo con el sentimiento, se echaron el uno en los brazos del otro y, en silencio, se separaron luego. Ella le siguió con los ojos hasta perderle de vista. Y se quedó sola»¿ Sola con su sollozo. Con su herida de siete cuchilladas.

Cargando contenidos...