TRIBUNA
Funcionarios
QUE LOS FUNCIONARIOS tienen (o más bien tenían) mala imagen es sobradamente conocido. ¿Pero se la merecían? El sambenito les viene de antiguo y quizás no exento de motivos. Antaño el funcionario se creía un ser superior con derecho de pernada sobre el resto de los ciudadanos, y éstos le temían porque cuando iban a verle siempre tenían que meter la cabeza por el agujero de la ventanilla, como quien pone el cuello para que se lo guillotinen. No digamos nada si la visita era a la inversa: del funcionario al administrado, que se le recibía como la llegada de la parca. El funcionario era respetado y reverenciado por fuera y recibido con servil amabilidad, pero ni querido ni apreciado por dentro. Tenía, además, fama de vago. Sólo hacía lo que quería y cuando le daba la gana. Pero si en tiempos pasados pudo ser así y su mal renombre bien ganado, hoy es injusto que tan denigratoria de ahora es responsable, eficiente y servicial, como puede serlo cualquier trabajador de la empresa privada, salvo las inevitables excepciones, que las hay en todas partes, con la única diferencia de que el trabajador privado se gana enseguida la calle y el público, aún hoy, conserva una práctica de intocabilidad, que tendrá que desaparecer. El que cumple y se esfuerza por rendir en el trabajo, funcionario o no, ha de verse reconocido y remunerado, y el que no cumple, funcionario o no, ha de parar cuanto antes en el montón de la chatarra para su reciclado. Los abusos, la prepotencia y los malos modos han venido atemperándose no sólo por las leyes, sino por la tendencia ciudadana hacia la igualdad. Hoy el contribuyente soporta que se le exija y se le sancione si lo merece, pero ya no tolera que se le grite o se le menosprecie. Condenado, pues, lo que fueron antes, aplaudamos lo que son ahora. Y cuando hablo de funcionarios me refiero más al sufrido de la escala baja que al jefe que ordena desde su despacho, sin el contacto directo con las realidades del administrado, y donde la aplicación literal de la ley, en ocasiones no es lo más justo. También hemos de reconocer que el administrado confunde no pocas veces sus intereses o criterios personales o empresariales con las normas en vigor y lo razonable y en este caso ve, injusta y egoístamente, a los funcionarios y a las leyes como enemigos. Las leyes son necesarias para que podamos ser libres y vivir en sociedad. Las leyes intentan buscar el interés general y el funcionario que las hace cumplir no es nuestro enemigo, sino el defensor del bienestar común. Si no existiese un código de la circulación y unos agentes de la autoridad que velen por su cumplimiento, el meterse en una carretera, ¿no sería entrar en el túnel de la muerte? ¿Quién saldría vivo de tal aventura? Nuestros funcionarios de hoy son dignos de elogio y yo quiero destacar aquí la eficacia, el apoyo, el asesoramiento y el sacrificio que hacen, no siempre reconocido, de un grupo perteneciente a la Junta y encuadrados en la sección de Industrias Agrarias en León: doña Concepción Godoy, y los señores Celestino, Norberto, Aniceto, Magín y Prieto, a los que tanto debe la agricultura berciana y su vino en especial. Y al citar a éstos no excluimos a otros, pero es que de estos conocemos personalmente y como administrado, su trayectoria y su trabajo. Ellos, que aún están, y otros, que ya se fueron, son dignos merecedores de un homenaje de la agricultura del Bierzo y especialmente del Consejo Regulador del vino. Testigo soy y por ello doy fe, de su esforzado afán por ayudar a nuestra viticultura y por empujar El Bierzo hacia arriba. Y esto no lo hacen con la dejación de sus funciones, sino precisamente (y de ahí el mérito), cumpliéndolas equilibradamente. Vivimos en un mundo lleno de complejidades y de problemas diarios de difícil encaje. Mantener el equilibrio y asesorar como ellos lo hacen, es merecedor de todo agradecimiento y elogio, más aún soportando la tensión constante entre las órdenes de los de arriba y las incomprensiones de los de abajo y que pillan en medio al sufrido funcionario de a pie, como los citados. Para éstos el aplauso y el respeto de un, también, como ellos, ciudadano de a pie.