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CÉSAR A. DE LOS RÍOS
León

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LA LEY de la Memoria Histórica, propuesta por Julio Llamazares y defendida por el socialista Ramón Jáuregui, tiene la misma finalidad política que el Pacto del Tinell. Si con este se trataba de dejar fuera del juego institucional al PP, con el plan de recuperación de la República como víctima del franquismo se pretende dejarle fuera de juego desde el punto de vista histórico. Tiene un fallo radical: la República llevó desde el primer momento a una confrontación no sólo de clases sino ideológica, esto es, a la violencia como método para resolver las diferencias políticas, religiosas y culturales. El Alzamiento militar llegó como una respuesta al desafío revolucionario de Asturias de 1934 y a la conversión del Parlamento en un campo de amenazas de muerte. Se instaló el asesinato como una forma de resolución de los conflictos hasta el punto de que, como escribió José María Gil Robles, líder de la CEDA, posteriormente antifranquista, «no fue posible la paz». Gil Robles se salvó pero no así José Calvo Sotelo, jefe de la oposición parlamentaria. En definitiva la Guerra Civil fue una consecuencia obligada de la República que ahora se pretende celebrar como si hubiera sido un período de ejemplaridad democrática. Una de las razones que han dado los promotores de esta recuperación «histórica» es que la Transición buscó sus fundamentos en la República. Todo lo contrario: fue posible el entendimiento de las fuerzas políticas que venía del franquismo (decisivas para la reforma política) y las que militaban en la oposición, gracias al olvido consciente de las experiencias republicana y de la guerra civil. La Transición fue la superación de las divisiones a muerte que comenzaron el 14 de abril de 1931. La prueba de ello es que el nuevo régimen democrático no se organiza en torno a las instituciones republicanas sino en torno a la Monarquía barrida en su día por aquellas. Ni siquiera hechos en si mismos democráticos como las elecciones pudieron ser evocados como precedentes ejemplares. La República llegó gracias a unas elecciones municipales perdidas por los republicanos y cada una de las que iban a darse en aquellos cinco años fueron la apertura de situaciones de violencia más que comienzo para la concordia. Es verdad que hay muchos aspectos de la República que deberían ser revisados pero no precisamente en el sentido que les gustaría a Llamazares y Jáuregui. Me refiero a la actitud de los intelectuales. Los patrocinadores de la República iban a quedar enseguida decepcionados. José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón no tardaron demasiado en condenarla. «Antes deberían haberlo hecho», me decía Julián Marías unos meses antes de morir. De todos modos, en cuanto estalló la guerra, se produjo un primer exilio de intelectuales que no tuvo nada que ver con el que iba a producirse en 1939. Este primer exilio lo fue de respuesta a la República. Ortega, Azorín, García Morente, Marañón, Pérez de Ayala y Baroja volvieron a Madrid después de la guerra. Algunos como Eugenio D'Ors y José Pla se integraron en el bando de Franco ya durante la guerra. Por enfatizar el aspecto doloroso del exilio (lo que es muy humano) se ha llegado a pensar que la mayor parte de los intelectuales estuvieron con la República. Nada más falso. A los que acabo de citar habría que añadir Ramón Menéndez Pidal, Jacinto Benavente, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Rafael Lapesa, José María Pemán, Laín Entralgo, Martín de Riquer, Vicens Vives o Ramón Gómez de la Serna, con sus artículos, desde Buenos Aires... Los recuperadores de la memoria pretenden que setenta años después sigamos haciendo recordatorio de los asesinatos. En este sentido habría que tener presentes a los olvidados como Ramiro de Maeztu o Muñoz Seca. Lo que no es contradictorio con que llevemos en el alma todos a Federico García Lorca.

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