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Publicado por
Jesús Miguel Martín Ortega
León

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Cada época de la historia humana se ha cimentado en determinadas «creencias», en el sentido más puramente orteguiano, capaces de gobernar todos los aspectos de la vida personal y social. En el momento actual una de esas creencias que impregnan y constriñen toda nuestra vida social alcanzando a ámbitos personales consiste en un fervoroso «ponerse al día». Existe un claro y hasta visceral rechazo a parámetros y moldes del pasado, sin sopesar lo que pueda haber en ellos de valioso. Este desdén irracional respecto a lo pensado, vivido o considerado en otros tiempos, pone de manifiesto la profunda situación de crisis en la que nos hallamos. Como consecuencia de este ferviente deseo de «ponerse al día», tan explotado por intereses políticos, se ha levantado la bandera de «lo nuevo». Eso sí, todo lo nuevo referido a lo periférico y exterior a nuestro ser. De forma no pocas veces pueril, admitimos la novedad como único criterio de bondad de ideas, circunstancias, realidades, instituciones, situaciones¿ y hasta personas. Todo cuanto posea el barniz de la novedad ha conseguido «ponerse al día» y por lo tanto, ha alcanzado el reconocimiento y la aprobación social. Por el contrario, discrepar o poner en tela de juicio cualquier novedad lleva consigo no sólo el ir contra corriente sino instalarse en una posición antigua y trasnochada que obstaculiza e impide el necesario progreso. «Hay que ponerse al día», oímos una y mil veces, como argumento que justifica lo injustificable. Uno puede y debe preguntarse, más allá de actitudes irreflexivas, si dar pasos que ponen en quiebra la dignidad del ser humano puede considerarse, sin más, como algo positivo con tal que conlleve una eficaz «puesta al día». Con todo, también este esfuerzo de revisión y actualización alberga aspectos positivos, incluso necesarios, en aquellas realidades que forman parte de la vida humana. Entre las cosas que parece obligado «poner al día» está también, sin duda alguna, la Religión. Este esfuerzo de actualización ha de implicar dos sentido s: Por un lado, la vivencia de fe debe de dar respuestas a la realidad presente, a los problemas, esperanzas y avatares que nos ha tocado vivir. De otro modo, la religión sería, tal como piensan algunos, puro anacronismo. En este mismo sentido, se puede afirmar que toda actitud mágica o supersticiosa, por no responder adecuadamente a las preguntas fundamentales del ser humano, tendrá que considerarse anacrónica y obsoleta. Por otro lado, no basta con el esfuerzo de actualización en el foro interno de una determinada religión. Es preciso que, quienes la contemplan, «pongan al día» el objeto de su percepción. Resulta frecuentemente grotesco asistir a valoraciones, por ejemplo de la Iglesia Católica, fundamentadas en una foto fija del siglo XVIII. Quienes así valoran, suelen presentarse revestidos de «progresía», sin darse cuenta de su visión rancia y distorsionada. Cómo es posible hablar hoy de la Iglesia desconociendo los Concilios Vaticano I y II, cómo hablar sin saber lo respondido a aquella famosa pregunta: «Iglesia ¿qué dices de ti misma?»; cómo poder hablar desconociendo los ricos escritos del Papa Pablo VI; qué poder decir sin clarificar cuál es su misión en documentos como la encíclica Evangelii Nuntiandi, o el nuevo Código de Derecho canónico, o el Directorio General para la Catequesis o el Catecismo de la Iglesia Universal, etcétera Debe exigirse una actualización en ambos sentidos, simultáneamente, para evitar posturas incoherentes y falaces. Desgraciadamente, sobran ejemplos. Y todo, por el hecho de que en los últimos cien años se ha esforzado más la Iglesia Católica en «ponerse al día» que la mayor parte de sus detractores. Nos basta un ejemplo. Hace cien años, la educación era un bien escaso en manos de los más pudientes económicamente. Sólo algunas órdenes religiosas de la Iglesia católica se esforzaban en «popularizar» la enseñanza. Así, por ejemplo, citamos como expresiones de este esfuerzo a las Escuelas Pías, los talleres y colegios de los Salesianos, los colegios y universidad de los Jesuitas, colegios de los hermanos Maristas, colegios de los Agustinos, colegios de los Dominicos, Escuelas-Taller de los Franciscanos, las Preceptorías y los Seminarios del clero secular, etcétera. No encontramos, por aquellos primeros años del siglo XX, ni partidos de izquierdas, ni de derechas, ni de centro, ni movimientos sindicales, ni organizaciones civiles que apostaran entonces por la educación de los más desfavorecidos. La Iglesia lo llevaba haciendo varios siglos. Gracias a este empeño eclesial por la educación, muchas personas tuvieron acceso a la cultura, no sólo en el viejo continente sino también en lugares del llamado tercer mundo donde la Iglesia Católica se quedó sola a la hora de erigir escuelas, colegios y universidades. Quienes no quieren verlo, minimizan estos datos, es cierto, pero faltan a la verdad de los hechos y de la historia. No existe país en el mundo que no haya recibido, en siglos pasados, el benéfico influjo de los misioneros católicos, que no cuente con centros de educación, en la mayoría de las ocasiones, los primeros que existieron. Y no sólo eso; dichos centros, después de décadas o incluso siglos, siguen siendo más solicitados que otros de nueva creación y con ideario diverso. ¿Alguien nos explicará dónde estaban los partidos, sindicatos, movimientos, asociaciones cívicas, etcétera que ahora se arrogan la voz experta en materia de educación? Sorprende ver en la actualidad algunos partidos y sindicatos empecinados en excluir la presencia de la Iglesia en el ámbito escolar, tachándola de no competente en temas de educación. Y lo afirman, pásmense ustedes, muchos de los que han sido educados en colegios y universidades de la Iglesia, y mantienen a sus hijos en colegios religiosos. ¿Sabrá usted, amigo lector, por qué muchos políticos, que luchan públicamente contra la enseñanza religiosa y la escuela católica, llevan a sus hijos a colegios religiosos? ¿Será que la escuela pública es exigida y defendida a ultranza para «otros», pero para mis hijos (eso que se ha dado en llamar «vida privada») uso otros criterios? Si conocen la respuesta, tal vez puedan comprender por qué motivos o intereses inconfesables luchan contra la escuela católica y contra la enseñanza religiosa escolar.

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