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FERNANDO ONEGA
León

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TUVO QUE SER Mark Twain o alguien así quien destrozó un viejo tópico: «No es la política, sino el matrimonio, quien hace extraños compañeros de cama». Lo que hace la política es extraños compañeros de voto. ¿Quién le iba a decir a Mariano Rajoy que iba a coincidir con Carod-Rovira en pedir el «no» al Estatuto catalán? Y a la inversa: ¿quién le iba a decir al máximo independentista que iba a coincidir en su voto como el máximo defensor de la unidad de España? Ahora, el señor Carod está haciendo equilibrios intelectuales para distinguir el «no catalanista» del «no españolista». Puestos a sugerir ideas originales -ya se pretendió alargar dos horas la jornada electoral-, les propongo que instalen dos urnas especiales: una con la bandera española y otra con la senyera, y cada mochuelo a su olivo. Pero todo es mucho más serio. El voto negativo del PP estaba descontado, porque nunca aceptó una línea del Estatut. El de ERC supone tres consecuencias mucho peores. La primera, su permanencia en el gobierno catalán. Nadie puede entender que pueda convivir en el mismo equipo gobernante un partido que rechaza el proyecto más importante y que da sentido a la coalición formada. Por mucho apego que el señor Maragall tenga a la presidencia y por mucho que aprecie la restante aportación de Esquerra, el sentido común dice que debe romper esa alianza y convocar elecciones. Cualquier otra solución diría muy poco de la seriedad política catalana. La segunda, la diferencia de criterios que existen entre las bases y la dirección de los partidos. Cuando esas bases son consultadas, son capaces de echar abajo los criterios superiores. Aceptar su dictamen dice mucho del talante de un partido con fama de radical y tradición y práctica asamblearia; pero llena de dudas a todos quienes sospechamos que en el actual proceso de reformas hubo tanta ambición personalista de los dirigentes como sentimiento y empuje popular. Y la tercera, la pérdida del consenso con que arrancó el Estatut. Ha sido, como recordamos todos, de un 90 por ciento del Parlamento catalán. Esa ha sido su gran legitimidad y la fuerza que lo empujó para no ser rechazado en el Congreso, como había ocurrido con el Plan Ibarretxe. Si ese consenso se pierde, la norma se devalúa. Y algo peor: frente a los sueños de Rodríguez Zapatero de serenar el problema territorial por un periodo de 25 años, la oposición de los independentistas lo sigue dejando abierto y quizá agravado. Digo «agravado», porque el propio Carod dio ayer por cerrada la vía estatutaria y se pone a pensar en «otras salidas». Nadie sabe cuáles son. Quizá no lo sepa ni Carod. Pero tienen el antecedente histórico de la penosa proclamación del Estado catalán.

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