EN BLANCO
Amor franco
CHIQUITO, enamoradizo y mandón. Así era el general Francisco Franco en la intimidad de su juventud, según ha quedado reflejado en las casi 400 cartas que remitió, allá por 1913, a Sofía Subirán, una muchacha de fisonomía sorprendentemente parecida a la de un espantapájaros y por la que el futuro dictador bebía los vientos. «Le ordeno a usted que me quiera», decía a la chica, hija del comandante de Melilla, el que llegaría ser caudillo salvador y supremo benefactor. Pero a Sofía no le hacía tilín tan diminuto militar y se dedicó a dar largas «al pelma de Paquito», lo que sin duda tuvo su influencia en el desarrollo psicológico y sentimental del patriarca que habría de escribir, a partir de 1936, la historia de España en letras de sangre. Otro tipo de amor franco es el que sentía el sacerdote mejicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, por sus seminaristas, llegando a abusar sexualmente de al menos ocho de ellos. Por lo visto al jodío místico se le ponía cara de fin de año y se encamaba por las bravas con los estudiantes, en una burda maniobra que presenta suficiente bajeza como para ser denunciada ante el Tribunal Penal Internacional. El Vaticano no ha llegado a tanto, limitándose a apartar de vida pública a semejante barbián. Parece ser que al padrecito no sólo le gustaba tomar la Coca-Cola a rebanadas, según definen la homosexualidad en su Méjico natal, sino que también sentía cierta querencia por el uso y disfrute de sustancias estupefacientes. Un angelito, vamos, cuya estela doctrinal cuenta con entusiastas como otro Ángel, Acebes, y la misma Ana Botella. Dios nos coja confesados.